martes, 12 de febrero de 2008

Réquiem por Arce


Me levanté de la silla y caminé, con la mano sobre la boca, hacia el televisor, para ver de cerca la noticia: una ambulancia, una camilla, una bolsa negra, una habitación rentada la madrugada de luna llena y, como Van Gogh y Valenti, allí estaba el periodista Hugo Arce, con “el pecho poblado de geranios”.
Inmediatamente pensé en ella. La recordé con sus diecinueve años, su gran sonrisa y los ojos bien abiertos, fuera de la estación del bus que acababa de entrar de la Capital, mientras destapaba el paquete que el mismo Arce le había enviado: dos libros autografiados –“Alquimia” y “Los gatos, por ejemplo” –: una recopilación de columnas periodísticas poco convencionales que ella recortaba todos los viernes y guardaba dentro de una bolsa plástica, porque decía que cuando las leía se leía, porque los artículos le daban palmadas en la espalda a su recién nacido idealismo, la ayudaban a descubrirse, la seducían con la rabia, el dolor, las divagaciones sobre el amor, las mujeres lejanas, las madrugadas solitarias, y los monólogos existencialistas de un personaje misterioso que luego la hizo leer a Hesse, y, más adelante, le presentó a una mujer pequeña, morena, a la que llamaba Guatemala y que, según parece, nunca dejó de dolerle; pero que a ella, fiel lectora, en cambio, terminó por encabronar.
Con el paso del tiempo se la empezó a ganar el desencanto, la certeza de que hay batallas inútiles, desgastantes, y fue así como un día dejó de leerlo, le perdió la pista, guardó sus libros, perdió los recortes, y, poco a poco, perdió totalmente la fe, se convirtió en otra.
Imagino que si ella hubiera visto la noticia de su muerte, indudablemente habría recordado más de alguno de sus textos y, en silencio, habría pensado que de plano ese día también “amaneció exilado del mundo, disidente de Dios, subversivo de la vida…”
Sí, a esa Vania, que ya no existe, ese disparo –violento punto final – también le habría destrozado el corazón.

1 comentario:

diego dijo...

Se ve que de pronto el tiempo se nos dobla como una hoja y volvemos a sentirlo, es el sueño golpeando, tiranizando como la realidad, y de pronto deja de ser lo onírico y nos dispara. d.