domingo, 5 de junio de 2022

Sobre marcharse, volver, quedarse y florecer (A propósito de la Fil Xela)


En una región en donde la única manera de sobrevivir parece ser marcharse, yo reconozco que la mía ha sido una errancia privilegiada. Soy de los que decidieron irse de su ciudad natal, porque sentían que estaban destinados a hacerlo, sentían que estaban obligados a hacerlo o querían hacerlo profundamente, por la curiosidad innata de averiguar si la vida que imaginaban estaba detrás de las montañas que abrazan al pueblo, esas, tan verdes, que inevitablemente se transforman en la distancia, y dejan de ser verdes, para convertirse en el azul de todo lo que fluye, aunque no se muevan. Yo también quería ser parte de ese milagro.

Entonces, el “allá” que imaginábamos, de este lado, se convirtió, del otro lado, en un nuevo punto de partida que ve de vuelta hacia otro “allá” que ciertos días añoramos. “Allá”: cuatro letras, un palíndromo imperfecto que en su camino de vuelta nos dejará con la sensación de una significativa ausencia.

Ir y venir se convirtió en el péndulo de nuestro tiempo, en el movimiento que le bombea sangre a la vida. Una especie de parpadeo entre dos realidades que nos conforman y nos transforman, nos marcan y nos desdibujan. Somos de aquí, pero no pertenecemos. No somos de allá, nos define el camino, el tránsito, el recorrido, el siempre volver sobre los lugares abandonados.

Así, entre el llamado, la necesidad y la vocación de marcharse se van acumulando los años. Uno se va, pero nunca se va del todo. Uno vuelve, pero nunca vuelve del todo.

Yo me fui hace como 20 años, peleando un poco con todo y con todos. Me fui buscando la vida que aquí parecía que había empezado y perdido demasiado pronto. Me costó encontrarla, decirle vida, llamarla finalmente por su nombre. Darme cuenta de que no se parecía mucho a lo que imaginaba. Reconocerla sucia e imperfecta. Experimentar y atestiguar su rudeza. Batallar contra ella, cuerpo a cuerpo, como Jacob con el ángel, hasta que me bendijera.

Y me bendijo, sí. Y a pesar de los destrozos que dejó mi victoria, arrepentirme sería traicionarme. Y desde entonces solo me resta cargar el agradecimiento entre el bolsillo, listo para entregarlo todas las veces que sea necesario.

Manuel Rodas, Fabricio Amézquita, Heidy Cabrera y Edgar García, son solamente algunos de los coyotes de esta loma conocida que decidieron quedarse acá. Pelear acá. Plantar sus semillas en su tierra. Florecer acá y lo han logrado. No solo llevando a buen puerto, y contra todas las tormentas, una feria internacional del libro en Quetzaltenango durante cinco años consecutivos, sino al frente de sus propios sueños: la gestión cultural, el trabajo editorial, el arte en general.

La Feria Internacional del Libro de Quetzaltenango se me hace una enorme hoguera que hoy vuelve a convocarnos alrededor de su fuego, alimentado por el tránsito de los libros y el intercambio del pensamiento alrededor de su paso. Una hoguera que nos permite reencontrarnos, reconocernos como parte de una comunidad dentro de la comunidad. Como un expendio de semillas que tarde o temprano lograrán germinar y quizá sirvan de sustento para los días que pasan.

Poder ser parte de este esfuerzo y de su fuego, de su enorme gesto de resistencia cultural, me toca profundamente y me emociona. Que esta fe que hasta hoy les sigue movimiento nunca deje de brillar.

 

miércoles, 9 de febrero de 2022

"En el camino" de Jack Kerouac: reflexiones de ida y vuelta




En los tiempos libres de este tiempo malo, en los que es más seguro para todos permanecer en el encierro, uno anda por las libreras físicas y virtuales en busca de tomos llenos de aire y espacios abiertos. Nos deslizamos entre sus tapas y empezamos a caminar a lo largo de sus páginas en espera de que alguien aparezca y nos lleve, finalmente, aunque quizá no tan a salvo, lejos de aquí. Así fue como al final de un día de hartazgo terminé de nuevo en el asiento trasero del carro de Dean Moriarty. Bueno, le dicen Dean, pero yo sé que es Neal Cassady, el ícono casi místico y vital de varios miembros de la generación Beat, entre ellos, de Jack Kerouak, quien va narrando el viaje desde el asiento de enfrente, y que aquí se dice llamar Sal Paradise.

La ruta va atravesando Estados Unidos, de Nueva York a San Francisco y de regreso, un par de veces y con escalas. Incluye un plan de viajar a Italia, y el primero de varios viajes posteriores hacia México, esa ciudad que se convirtió, no solo en un lugar salvaje donde era más barato encontrar alcohol, drogas y mujeres, sino que, además, jugará un papel importante en la vida de algunos de ellos. William Burroughs, por ejemplo, quien tuvo que pasar trece días en la cárcel de Lecumberri, luego de matar a su mujer mientras ella sostenía un vaso medio lleno (o medio vacío) sobre la cabeza para que él probara su buena puntería; o la historia de varios libros de Kerouac, que nacieron de su experiencia mexicana, como Tristessa, México city blues, y Dr. Sax que dicen que encontró forma allá. 

Sintiendo el vértigo de estas andanzas de los años en la carretera, los últimos de la década de los 40, salgo del libro para echar una mirada rápida y temerosa a estos años que son el futuro, años de una corrección política que fácilmente podría vedarles el paso, bajarlos del carro, destrozarlos por completo, pero vuelvo a la lectura y sigo el camino. Observo con fascinación la figura de Cassady, a quien de lejos se le presiente la chispa de la locura, el desenfado, la trepidante intensidad y una irresponsabilidad casi infantil. Miro con un dejo de ternura a Kerouac, su sensibilidad exacerbada, su hambre de vivir y de sentir para escribir. Y entonces, en una especie de visión beatífica, se revelan ante mí, más que como grandes escritores, como grandes personajes literarios que plantean ante quien los lee una especie de jerarquía mística vital que termina por convencernos de que nos gustan los Beat por la misma razón que a los Beat les gustaba Neal Cassady. Que buscamos con ansiedad algo que ellos encontraron en la escritura y que Cassady se hacía sentar, sin esfuerzo, sobre las rodillas.

Y mientras Cassady abandona a un Kerouac enfermo en México, yo me bajo del libro en un sillón ubicado a pocos metros de ese en el que empecé el viaje hace varios días. Vuelvo a la realidad del encierro, vuelvo a casa para contarle a mi madre que, en uno de los viajes de Nueva York a San Francisco, Neal y Kerouac decidieron pasar a visitar a Burroughs, el viejo Bull Lee, que estaba viviendo en Nueva Orleans, y que saliendo de allí enfilaron hacia Houston por una carretera que, cincuenta años después, a mediados de los años 90, mi padre y yo recorrimos en sentido contrario, en un viaje de dos días y una noche, de Dallas a Florida, por la ruta 10, acompañados por tres repartidores de Nuevos Testamentos y un taxista iraní. Que, como los viajeros de los años 40, sentimos el escalofrío de atravesar durante la noche la carretera larga y solitaria bordeada por los pantanos del sur, y que, al llegar a Mobile, en donde Cassady se había detenido para robar gasolina, nosotros nos bajamos del carro en medio de un parqueo solitario y tratamos de dormitar un rato sobre el asfalto caliente antes de seguir hacia nuestro destino. Que acababa de volver de un viaje que había hecho que años atrás me cruzara en la carretera con el fantasma de dos íconos, y que ahora hacía que me encontrara con el recuerdo de mi padre y otros fantasmas queridos que se quedaron en el camino.


viernes, 12 de noviembre de 2021

Tal vez a mi padre sí le hubiera gustado Cry macho

 


Clint Eastwood tiene más de 90 años y, en medio de la pandemia, se puso a rodar la que tal vez será su última película. Volvió, así, a uno de los temas que lo definió a lo largo de su carrera, volvió al cowboy, ese personaje con el que, desde mediados de los 60, se ganó a un público que iba al cine para ver cómo los italianos se habían propuesto reinventar el western y lo iban convirtiendo en un género caído desde la idealización y del heroísmo norteamericano. Películas que a mí me remiten a la infancia, a la tv encendida y a mi padre en casa, un domingo por la tarde, su único momento de descanso, durante el que se podía escuchar el silbido de las balas desde la sala familiar.

Digo esto, porque estoy segura de que esta es una de esas películas que habría esperado para ver a su lado, una película que, a él, quizá, sí le hubiera gustado, porque a él no le gustaban los vaqueros malos, sino esos que saldaban sus deudas pendientes, los que envejecían fieles a sí mismos y a los ideales del mundo que conocieron, los gruñones llenos de bondad hacia los otros y hacia los animales, los que no podían ni querían ser malos, ni siquiera con los malos.  

Ese era el equipo al que le iba mi padre, a pesar de que él mismo fue un vaquero que no alcanzó a llegar a viejo. O, más bien, a pesar de que fue un vaquero que menguó de repente, como si la vejez se hubiera instalado en él con la fuerza de una bala expansiva, una de las que hacen cabalgar entre el delirio y la fiebre durante los últimos tramos del desierto, antes de que los vaqueros no puedan seguir más. Fue un vaquero solitario sin una épica final, aunque no dudo que haya hecho sus cuentas mentales y se haya ido ganando y en paz.

Escribo esto, segura del final de la Era de un gran nombre en el cine y del final de una Era personal. En ese espacio en el que ambas confluyen dentro de mí, sacudo el polvo de mi sombrero metafísico y sigo cabalgando hacia la incertidumbre que me espera detrás del horizonte. 

domingo, 27 de diciembre de 2020

"Historias Mínimas" Antología latinoamericana de Microficción, 2020, para descarga gratuita


"Historias mínimas" es un homenaje al género del microcuento. En la búsqueda de ofrecer al lector un panorama variado y más amplio del ejercicio de la prosa breve, 97 autoras y autores de 19 países invitados, en un gesto de generosidad y buen ánimo, liberan sus más variados registros narrativos en este Libro-Festival de la Microficción, Edición 2020. Esta versión cuenta además, a modo de apertura, con unas reflexiones breves del escritor Ricardo Sumalavia.


Para descarga gratuita de esta edición peruana coordinada por Fran Gutiérrez en la que participamos por Guatemala, Marilinda Guerrero y Vania Vargas:

https://dendroeditorial.wordpress.com/2020/10/15/historias-minimas/


Sobre "Mañana muerta de domingo" de Alvaro Sánchez

 


De Alvaro Sánchez todos tenemos una referencia visual. La de un artista plástico que ha pasado por la publicidad, el corto audiovisual, y mantiene un trabajo de producción constante en el colage digital, el dibujo y la pintura. Un artista que, además, se ha hecho un lugar dentro de la atmósfera de la literatura guatemalteca de los últimos 10 años, luego de darle rostro, de darle imagen, a muchos libros publicados  durante la última década. Sin embargo, la relación de Alvaro Sánchez con los libros es mucho más larga, más profunda, más constante. De la mano de la música, otra de sus pasiones, Alvaro Sánchez llegó a la escritura cotidiana de una columna en el Diario de Centroamérica, y también, mucho antes de eso, a la literatura, a la poesía y la narrativa. De muchos es ya conocido su hábito de lector, tan fiel, puedo asegurar, como su hábito por el vino. De allí que no me haya extrañado el día que recibí el mensaje en el que me contaba del nacimiento de su primer libro, este: Mañana muerta de domingo: pues siempre he creído que un lector constante, tarde o temprano, termina teniendo mucho qué decir, y no tiene otra opción más que ponerse a escribir.

Quienes han seguido de cerca el trabajo visual de Alvaro Sánchez están ya familiarizados con sus temas oscuros y con los títulos de sus obras. Frases breves y contundentes, casi versos, guiños que desde ya nos hablan de la profundidad de las imágenes, nos dicen que detrás de ellas hay algo más, un relato. Estos, quizá, que también denotan su origen en esos pasillos oscuros del subconscinete, en los que, desde hace años, Alvaro va y viene, desde donde exporta las imagenes que en estas narraciones brevísimas parecieran tomar no solo vida, sino movimiento. Un movimiento onírico y oscuro que toma vida en la cabeza de quienes leen. Así, el artista que durante años vimos partir de textos ajenos en busca de la imagen primigenia que los defina, ahora es quien da las palabras para que quienes se acerquen a ellas sean los que pongan las imágenes de sus propias pesadillas.

Mañana muerta de domingo es un libro de microficciones que se pueden enmarcar en el campo de lo onírico y del terror. Un campo poco explorado en Guatemala, quizá, solo a través de algunos textos de tinte fantástico de Marilinda Guerrero, los libros de microrrelatos del escritor Ricardo Rivera Echeverría, o los matices de la obra narrativa de Byron Quiñónez, que mezclan el horror y lo policíaco. Los de Sánchez son textos breves, unos más que otros, que por su naturaleza tienen el ímpetu de la imagen, un campo de más conocido por este artista visual, y del golpe. Es allí en donde vemos que Sánchez sigue fiel a su oficio, y que ahora tan solo nos lleva a pasear para observarlo desde otra perspectiva.

Sobre la reedición de "Los jueces" de Arnoldo Gálvez Suárez

 

 

No recuerdo cuándo empezó mi relación intermitente con la memoria. Ya ven. Una relación que amo y que temo por partes iguales. Y que, específicamente, en mi vida de lectora ha hecho que le tome especial fascinación y cariño a los libros que, por encima de la cantidad de páginas sobre las que pasan momentáneamente nuestros ojos, nos dejan una frase a la mano, una imagen imborrable, un personaje que se queda con nostros como un viejo conocido, o tan solo una sensación, quizá parecida al golpe, algo que no pudimos eludir y que nos acompaña durante mucho tiempo. Los jueces, de Arnoldo Gálvez Suárez, es de esta clase de libros. Libros que más que leerse, pareciera que se viven.

Habían pasado ya un par de años, quizá, desde que el rostro de Arnoldo Gálvez Suárez apareció en la prensa como el joven ganador del premio “Mario Monteforte Toledo”, de novela del año 2008, cuando un mismo ejemplar de la novela ganadora: “Los jueces”: publicada en ese entonces por Letra Negra, una editorial a la que sin mucho pudor le arrugábamos la nariz, empezó a circular de mano en mano entre un grupo pequeño de amigos de ese entonces. Habíamos emprendido una especie de viaje de relevos en el que nos íbamos entregando el libro / estafeta con un asombro todavía mudo, de esos que le quedan sembrados a ciertos testigos. Desde ese entonces, todos nos hemos encontrado en la calle con la imagen de La señora vendedora de huevos, o hemos sentido el escalofrío que viene con la evocación de la imagen del Energúmeno. Desde ese entonces, nos acompaña también un ferviente reconocimiento de la obra de Arnoldo Gálvez Suárez, como la de uno de los grandes narradores contemporáneos que tiene este país. Sin duda, uno de los narradores más lúcidos, de los más contundentes.

Estamos frente a una novela que retrata un microcosmos de la clase media trabajadora. Esa que hace equilibrio en la orilla de su propio barranco, porque a pesar de sus aspiraciones, siempre ha estado más propensa a caer que a subir. Un territorio que, más que extenderse, se va haciendo profundo a fuerza de estratificaciones internas. Tres sectores, tres categorías que marcan a los habitantes que, a fin de cuentas, deben compartir la misma vía de salida. Allí se mueve La señora que vende huevos, allí vive, con su padre desempleado, La muchacha del vestido rojo; por esas calles se tambalea el Energúmeno, y a sus alrededores acaba de mudarse El señor de las serpientes. Cuatro ejes sobre los que se echará a andar una historia acerca de los muchos rostros que tiene la violencia, y las múltiples maneras en las que se ejerce: desde una posición de poder, desde la superioridad de clase, desde el machismo, el fetichismo, la animalidad, el instinto, la convicción religiosa, desde la necesidad y el anhelo de seguridad de la gente de bien que quiere limpiar el mundo.

Los jueces, de Arnoldo Gálvez Suárez, es una novela breve que fluye con el ímpetu de imágenes  cinematográficas, de las que seguro nos hablará César Díaz, y con la sencillez de la palabra y la estructura. Una estructura que se va armando pieza por pieza en la medida en que vamos conociendo a esos personajes inolvidables, constituidos por mujeres, muchos de ellos, mujeres bajo constante asedio, mujeres a las que les ha tocado tomar las riendas de la vida, mujeres de voz y de acción, que tampoco saldrán ilesas de ese dilema constante entre el bien y el mal. Un dilema descarnado que Gálvez Suárez desnuda y nos entrega con alegorías precisas.

Han pasado ya varios años desde la primera edición de esta novela, y desde mi primer encuentro con ella. El mismo Gálvez Suárez ha ganado otros premios, nos ha entregado muchas otras páginas geniales, muchas otras historias desde ese entonces. Sin embargo, su reedición y su relectura, han venido a confirmar el espacio que “Los jueces” tiene dentro de la historia de la literatura guatemalteca actual. Una novela que sin decir Guatemala delata sus rasgos urbanos, marginales, su espíritu siempre en los bordes, siempre dispuesto a seguir descendiendo, siempre irredento, en donde la ternura aparece como una silueta oscura vista a contraluz del incendio.

Me uno, pues, a la celebración de que este libro empiece a rondar otra vez entre los lectores, nuevos y antiguos, a los que seguro no defraudará, y entre todos aquellos que pasamos los días queriendo contar historias, a los que no nos queda más que reconocer su maestría. Galvez Suárez es un autor al que es imposible no seguirle la pista, al que es imposible no volver. Es uno de esos narradores que no pasan inadvertidos.

Vuelo, búsqueda y destino en el canto de un azacuán / sobre el libro de José Aguilar

 


Los habitantes de las ciudades le hablan mucho al cielo, pero lo ven poco. Aquellos que hacen lo contrario, delatan de inmediato la distancia que arrastran detrás. Son forasteros o son místicos perdidos. De esos que ven al cielo y no le hablan, sino se limitan a observar y a escuchar con atención lo que va descifrando su voz interna frente a ese silencio infinito, lleno de rutas, de viajeros de corto y largo aliento, de la prisa de las nubes, de azules diversos y de grises, de aguas que se aproximan como susurrando o las que parece que vinieran rodando con sus golpes de luz efímera y con estruendo, de la acrobacia del sol antes de sumergirse de nuevo en el horizonte, del ojo de la noche que se va abriendo y se va cerrando con la lentitud perezosa de algunos animales que no logran conciliar el sueño. Y así confirman cómo, en ese otro cuerpo de agua, ciertos rasgos de la vida terrestre parecen reflejarse levemente transformados. O viceversa. Ese es el caso de los azacuanes, aves que emigran de ida y de vuelta en bandadas. Se van de su territorio cuando llega el frío, cruzan medio continente, y en su trayecto van marcando el tránsito de las lluvias. Son migrantes que emprenden camino en nombre de la supervivencia, pero que nunca pierden el deseo de volver a casa.
“Pequeñas rutas de un azacuán con frío” podría ser la historia de una de estas aves en busca de un espacio cálido en donde pasar el mal tiempo y el exilio, de no ser porque es una sucesión de imágenes hermosas eslabonadas en un poema, que, quizá, por estar en voz del mismo azacuán, resulte más exacto decir que se trata de un canto. Un canto acerca del viaje, de las flores, las nubes, las hojas, la noche, las estrellas, las ausencias, el pueblo con sus alegrías y sus tristezas, y la calidez de un pecho en donde hacer nido. Un canto sobre nosotros mismos.
Leyéndolo, pensé en el poeta Humberto Ak'ab'al, no solo porque su palabra inaugura el libro con un epígrafe sobre el viaje interno de los pájaros que somos, sino por la sencillez y la claridad que tiene José Aguilar para hablar del pueblo y del campo. Pensé, también, en Mario Payeras, quizá por la fluidez y el amor con que José encuentra la ruta entre la naturaleza y los actos de la gente. Pensé en Luis Alfredo Arango, por el encanto y la ternura con que José dice, pero también pinta. Pensé en Luis de Lión, quizá porque José también es maestro, y por la sencillez y la belleza con que arma sus metáforas, imágenes parecidas a las que salen del asombro de aquellos que empiezan a descubrir el mundo e intentan explicarlo con lo que tienen a mano, como lo hicieron los primeros filósofos, como lo hacen los niños, como lo hacen los poetas.
Ojalá que este breve vuelo del azacuán encuentre, en su ruta, ojos dispuestos y corazones abiertos para recibir la visita de la ternura, ave huidíza que a veces surca nuestros inviernos personales.