domingo, 27 de diciembre de 2020

Sobre la reedición de "Los jueces" de Arnoldo Gálvez Suárez

 

 

No recuerdo cuándo empezó mi relación intermitente con la memoria. Ya ven. Una relación que amo y que temo por partes iguales. Y que, específicamente, en mi vida de lectora ha hecho que le tome especial fascinación y cariño a los libros que, por encima de la cantidad de páginas sobre las que pasan momentáneamente nuestros ojos, nos dejan una frase a la mano, una imagen imborrable, un personaje que se queda con nostros como un viejo conocido, o tan solo una sensación, quizá parecida al golpe, algo que no pudimos eludir y que nos acompaña durante mucho tiempo. Los jueces, de Arnoldo Gálvez Suárez, es de esta clase de libros. Libros que más que leerse, pareciera que se viven.

Habían pasado ya un par de años, quizá, desde que el rostro de Arnoldo Gálvez Suárez apareció en la prensa como el joven ganador del premio “Mario Monteforte Toledo”, de novela del año 2008, cuando un mismo ejemplar de la novela ganadora: “Los jueces”: publicada en ese entonces por Letra Negra, una editorial a la que sin mucho pudor le arrugábamos la nariz, empezó a circular de mano en mano entre un grupo pequeño de amigos de ese entonces. Habíamos emprendido una especie de viaje de relevos en el que nos íbamos entregando el libro / estafeta con un asombro todavía mudo, de esos que le quedan sembrados a ciertos testigos. Desde ese entonces, todos nos hemos encontrado en la calle con la imagen de La señora vendedora de huevos, o hemos sentido el escalofrío que viene con la evocación de la imagen del Energúmeno. Desde ese entonces, nos acompaña también un ferviente reconocimiento de la obra de Arnoldo Gálvez Suárez, como la de uno de los grandes narradores contemporáneos que tiene este país. Sin duda, uno de los narradores más lúcidos, de los más contundentes.

Estamos frente a una novela que retrata un microcosmos de la clase media trabajadora. Esa que hace equilibrio en la orilla de su propio barranco, porque a pesar de sus aspiraciones, siempre ha estado más propensa a caer que a subir. Un territorio que, más que extenderse, se va haciendo profundo a fuerza de estratificaciones internas. Tres sectores, tres categorías que marcan a los habitantes que, a fin de cuentas, deben compartir la misma vía de salida. Allí se mueve La señora que vende huevos, allí vive, con su padre desempleado, La muchacha del vestido rojo; por esas calles se tambalea el Energúmeno, y a sus alrededores acaba de mudarse El señor de las serpientes. Cuatro ejes sobre los que se echará a andar una historia acerca de los muchos rostros que tiene la violencia, y las múltiples maneras en las que se ejerce: desde una posición de poder, desde la superioridad de clase, desde el machismo, el fetichismo, la animalidad, el instinto, la convicción religiosa, desde la necesidad y el anhelo de seguridad de la gente de bien que quiere limpiar el mundo.

Los jueces, de Arnoldo Gálvez Suárez, es una novela breve que fluye con el ímpetu de imágenes  cinematográficas, de las que seguro nos hablará César Díaz, y con la sencillez de la palabra y la estructura. Una estructura que se va armando pieza por pieza en la medida en que vamos conociendo a esos personajes inolvidables, constituidos por mujeres, muchos de ellos, mujeres bajo constante asedio, mujeres a las que les ha tocado tomar las riendas de la vida, mujeres de voz y de acción, que tampoco saldrán ilesas de ese dilema constante entre el bien y el mal. Un dilema descarnado que Gálvez Suárez desnuda y nos entrega con alegorías precisas.

Han pasado ya varios años desde la primera edición de esta novela, y desde mi primer encuentro con ella. El mismo Gálvez Suárez ha ganado otros premios, nos ha entregado muchas otras páginas geniales, muchas otras historias desde ese entonces. Sin embargo, su reedición y su relectura, han venido a confirmar el espacio que “Los jueces” tiene dentro de la historia de la literatura guatemalteca actual. Una novela que sin decir Guatemala delata sus rasgos urbanos, marginales, su espíritu siempre en los bordes, siempre dispuesto a seguir descendiendo, siempre irredento, en donde la ternura aparece como una silueta oscura vista a contraluz del incendio.

Me uno, pues, a la celebración de que este libro empiece a rondar otra vez entre los lectores, nuevos y antiguos, a los que seguro no defraudará, y entre todos aquellos que pasamos los días queriendo contar historias, a los que no nos queda más que reconocer su maestría. Galvez Suárez es un autor al que es imposible no seguirle la pista, al que es imposible no volver. Es uno de esos narradores que no pasan inadvertidos.

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