Suena el reloj, todavía está oscuro. Hoy sí me acuesto temprano, piensa, mientras con un ojo aún cerrado se encamina hacia el baño para iniciar el ritual repetitivo al que la obliga el mundo laboral. Un par de horas más tarde se abre camino como puede en medio de las filas de los que van de pie y recrea mentalmente los traslados a los campos de concentración, los reclutamientos del servicio militar o la transportación de ganado vacuno por la carretera al Atlántico. A esa hora de la mañana hay en el ambiente una mezcla de olor a colchón, talco barato y champú. Las ventanas están selladas. El capitalino le tiene una extraña fobia al aire fresco. Le gusta acalorarse, olerse, ha de ser una manera de sentirse protegido. Silencio. La mayoría de los que van sentados aún duermen. La mochila que lleva colgada de un solo brazo se aleja varios centímetros de su cuerpo en diferentes direcciones. Imagina los trastos con su almuerzo totalmente boca abajo, y solo espera que nada se salga ni moje el libro que en vano carga adentro. Imposible leer en el bus, imposible leer al medio día, imposible leer de regreso luego de quemarse las retinas durante ocho horas frente a un ordenador. Frunce el ceño. Uno de los espejos del frente le devuelve una imagen distorsionada por la velocidad y los brincos. Otro bus se apea, el panorama es el mismo. Por la ruta hay buses que esperan en fila, buses que pelean pasaje, buses que se rebalsan, buses que parece que van a voltearse. Pone un pie en la acera, tiene suerte de que el chofer le deje bajar el otro pie. Empieza una nueva carrera: diez minutos a paso rápido para llegar a la oficina. Es necesario llegar temprano. Corre. Y esa angustia está íntimamente conectada con la que tiene por salir temprano. Unos minutos tarde significan tiempo de reposición al final de la jornada. Hay que correr. Ocho horas son suficientes para aplanar más las nalgas, forzar de más los ojos, hacer malabarismos y forzar la sonrisa ante las arbitrariedades superiores. Sonreír, es parte de la técnica del equilibrista, ese que diariamente camina cuidadosamente por la cuerda floja para llegar intacto al otro mes. El alambre suspendido a media altura se llama contrato y provoca una ansiedad similar a la que reposa en el fondo de la vida, no se sabe cuándo se va a acabar. Cualquier día dicen simplemente ya no y se terminó, punto. Mientras eso sucede la historia se repite, exacta, todos los días. Mañana tal vez ella logre apagar el despertador cinco minutos antes de que suene. Hoy sí me acuesto temprano, pensará, mientras con un ojo aún cerrado se encamine hacia el baño para reiniciar el ritual del mundo laboral.
2 comentarios:
Cuando te leí por primera vez en te dije que habías escrito algo muy capitalino, que me recordó el viacrucis que todos hemos pasado en los buses.
A como lo describís no hay nada diferente a lo de antes o quizá un poco más de temor por toda la falta de respeto que sigue en aumento para los ciudadanos.
Lo bueno de ser asalariada es que podés tejer estos relatos que a mi me encantan.
Un gustazo leerte siempre Vania.
Dependencia asalariada. Ese trasladar de la genialidad de esta prosa cotidiana. La rutina de una buena entrada.
saludos.
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