Los motores, las bocinas, el tráfico, la onomatopeya de la violencia. (Pasá hijodeputa) Golpear el timón con el puño hasta que tope, hasta que afuera el grito se distorsione, intimide a la llave de chuchos, a la escuadra hipotética. El acelerador a fondo, la mueca de la neurosis.
Dos pasos y de vuelta a la banqueta. Patrullas motorizadas, cuatro, cinco camionetas que amenazan con que no se van a detener. Mejor no moverse, mejor no mirarlos de frente (pobre Sas Rompiche), no hay que intentar ver más allá de los vidrios a la mitad por donde se asoma el cañón, el traje negro, el auricular, el bigote espeso de la guardia presidencial que en el mes de la Patria anda de arriba para abajo.
Del otro lado de la calle, esquivar, aguantar la respiración, decir no, a secas, no disminuir el paso, no cederle espacio a la mujer que va arrinconando a la gente en la esquina, jalando profundo con el puño en la boca, riéndose, burlona, del miedo que respiran.
Hay que largarse, buscar un lugar seguro. (Dos varas, dos le vale) Dejar que los otros empujen, se atraviesen. El peor castigo es tener que estar juntos después de todo, tener que sentirse, rozarse, olerse durante el tiempo que dure de trayecto diario, toda una experiencia colectiva que hermana, por un momento, todos una sola masa humana que expele cansancio, hartazgo ante la repetición, la falta de aire, las amenazas del predicador ambulante o el vendedor que grita, que advierte que no miren hacia la ventana, que no lo ignoren, que agradezcan que esta vez vino a vender. Somos cifras potenciales en el contador diario de los noticieros que nos tenemos que tragar para medir nuestra fortuna.
Es tormentoso septiembre, demasiado húmedo, demasiado incómodo. Perfecto para las celebraciones nacionales de un país en el que la Independencia fue el negocio de un grupito.
Lodo, basura, banderas, alboroto. Bandas marciales tocando cumbias, avanzando en pelotones con paso de marimba orquesta, puro convite de chafas, celebración de las batallas perdidas.
Qué ganas de apagarlo todo con el botoncito rojo del control, darle click a la ventana y cerrar, echar agua, que resulte algo bueno de este experimento en el que no se pueden cerrar los ojos.
Hay una niña del otro lado de la pared que no deja de llorar, hay una mujer que no deja de gritar. Estamos contagiados. Hoy no me hagan salir de la cama.
Dos pasos y de vuelta a la banqueta. Patrullas motorizadas, cuatro, cinco camionetas que amenazan con que no se van a detener. Mejor no moverse, mejor no mirarlos de frente (pobre Sas Rompiche), no hay que intentar ver más allá de los vidrios a la mitad por donde se asoma el cañón, el traje negro, el auricular, el bigote espeso de la guardia presidencial que en el mes de la Patria anda de arriba para abajo.
Del otro lado de la calle, esquivar, aguantar la respiración, decir no, a secas, no disminuir el paso, no cederle espacio a la mujer que va arrinconando a la gente en la esquina, jalando profundo con el puño en la boca, riéndose, burlona, del miedo que respiran.
Hay que largarse, buscar un lugar seguro. (Dos varas, dos le vale) Dejar que los otros empujen, se atraviesen. El peor castigo es tener que estar juntos después de todo, tener que sentirse, rozarse, olerse durante el tiempo que dure de trayecto diario, toda una experiencia colectiva que hermana, por un momento, todos una sola masa humana que expele cansancio, hartazgo ante la repetición, la falta de aire, las amenazas del predicador ambulante o el vendedor que grita, que advierte que no miren hacia la ventana, que no lo ignoren, que agradezcan que esta vez vino a vender. Somos cifras potenciales en el contador diario de los noticieros que nos tenemos que tragar para medir nuestra fortuna.
Es tormentoso septiembre, demasiado húmedo, demasiado incómodo. Perfecto para las celebraciones nacionales de un país en el que la Independencia fue el negocio de un grupito.
Lodo, basura, banderas, alboroto. Bandas marciales tocando cumbias, avanzando en pelotones con paso de marimba orquesta, puro convite de chafas, celebración de las batallas perdidas.
Qué ganas de apagarlo todo con el botoncito rojo del control, darle click a la ventana y cerrar, echar agua, que resulte algo bueno de este experimento en el que no se pueden cerrar los ojos.
Hay una niña del otro lado de la pared que no deja de llorar, hay una mujer que no deja de gritar. Estamos contagiados. Hoy no me hagan salir de la cama.
7 comentarios:
Un sábado, quizás la epifanía de un sábado. NO, la epifanía de los días y su transmutación: ciudad. Plagarlo todo de venganzas acumuladas. Estar muy atento a desquitarse.
En serio que dan ganas...
Tamién dan ganas de despertar en Octubre a ver sí viene diferente, o aunque sea menos húmedo...
Dan ganas de dormir, pero las bandas arremeten con redobles de tambor y platos, contra mentes lábiles e inestables...esas que quieren mandarlo todo a la chingada...
Me gustó tu texto,
Saludos...
Sí, como dice la voz de este texo estamos contagiados y tanto lodo y basura apestan. Pero propongo que en vez de desear un control para apagar la vida, busquemos uno para encederla. No es fácil. Por desgracia sólo tenemos este imperfecto mundo y de él no podemos caernos. Después de todo el alma es nuestro paracaídas.
Muy bien escrito.
Te abrazo.
Alma Karla
No Vania, no te levantes quedate en la cama y seguime contando por favor después de haber oprimido el botoncito rojo si queda mejor la escena.
Funcionará en Guatemala?
Exelente como siempre!
jajaja! convite de chafas! que genial!...y claro siempre hay que jalar pa que se vaya el agua...asi es. Saludos desde su compu..jeje
Y yo que vi un desfile... aún me molesta la resaca! Pero no hay que degradar tanto a septiembre, de no ser por la farsa esa del patriotismo sería un buen mes.
Qué metáfora más adecuada: la naranja mecánica, es curioso, Burgess era terriblemente vengativo, quizá por eso tenía tantos gatos.
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