El sábado soñé que salía en busca de un edificio del que solamente asomaba uno de sus puntos más altos. En él se refractaba la luz. Caminé para acercarme, vi montañas que goteaban agua sucia y amenazaban con colapsar, caminos angostos y lodosos, y un lago más bien espeso. Desde su orilla traté de redirigir el rumbo hacia ese lugar donde, a lo lejos, brillaba el sol, donde todo estaba claro.
Amanecí con un dolor de cabeza que parecía rodar adentro en la medida en que me movía. Encendí el ordenador y la primera imagen que me lanzó el noticiero virtual era una postal de la calle donde vivo: el amanecer tierno, el sol sobre los edificios del Centro, la esquina acordonada, los cadáveres cubiertos, la policía custodiando su sueño.
Yo había estado leyendo hasta la madrugada, y había apagado la luz una hora antes de que el auto pasara rociando plomo por la esquina, sin llegar a alterar mi sueño.
Esa era la tercera vez, en una semana, en la que sentía que estaba compartiendo las mismas rutas con la muerte.
Aparece de repente. Siempre se transfigura. De su cercanía reconozco el vacío. Su cuestionamiento directo. Su paso decidido, su costumbre de no verme a los ojos, de aceptar cualquier pequeñez: un poco de dinero, un teléfono, una bolsa, a cambio de la oportunidad de intentarlo un día más en una ciudad donde, después de que ella sigue su camino, pareciera que no pasa nada, que nada vale.
Tomé el teléfono. Quería hablar con mi hermana. Su hija menor nació hace un par de semanas y ni siquiera la conozco.
Sin dar detalles quería preguntar cómo estaba, pedir que le acercaran el auricular, escuchar sus ruidos pequeños, oírla respirar. Tener un breve contacto con la vida en ese estado inicial del que lo único que preservamos es la vulnerabilidad.
No contestó. No insistí. Las imaginé soñando lugares menos agitados, menos inalcanzables, y me dispuse a escribir, a excavar en busca de un lugar seguro, de un hilo coherente hacia una puerta de salida, hacia una conclusión que no fuera la muerte.
Me propuse regresar despierta, por todos los caminos posibles, a ese lugar donde se mezcla la realidad y el sueño. Resguardarme en la ficción, ese otro exilio, allí donde el absurdo es una opción inofensiva.
Amanecí con un dolor de cabeza que parecía rodar adentro en la medida en que me movía. Encendí el ordenador y la primera imagen que me lanzó el noticiero virtual era una postal de la calle donde vivo: el amanecer tierno, el sol sobre los edificios del Centro, la esquina acordonada, los cadáveres cubiertos, la policía custodiando su sueño.
Yo había estado leyendo hasta la madrugada, y había apagado la luz una hora antes de que el auto pasara rociando plomo por la esquina, sin llegar a alterar mi sueño.
Esa era la tercera vez, en una semana, en la que sentía que estaba compartiendo las mismas rutas con la muerte.
Aparece de repente. Siempre se transfigura. De su cercanía reconozco el vacío. Su cuestionamiento directo. Su paso decidido, su costumbre de no verme a los ojos, de aceptar cualquier pequeñez: un poco de dinero, un teléfono, una bolsa, a cambio de la oportunidad de intentarlo un día más en una ciudad donde, después de que ella sigue su camino, pareciera que no pasa nada, que nada vale.
Tomé el teléfono. Quería hablar con mi hermana. Su hija menor nació hace un par de semanas y ni siquiera la conozco.
Sin dar detalles quería preguntar cómo estaba, pedir que le acercaran el auricular, escuchar sus ruidos pequeños, oírla respirar. Tener un breve contacto con la vida en ese estado inicial del que lo único que preservamos es la vulnerabilidad.
No contestó. No insistí. Las imaginé soñando lugares menos agitados, menos inalcanzables, y me dispuse a escribir, a excavar en busca de un lugar seguro, de un hilo coherente hacia una puerta de salida, hacia una conclusión que no fuera la muerte.
Me propuse regresar despierta, por todos los caminos posibles, a ese lugar donde se mezcla la realidad y el sueño. Resguardarme en la ficción, ese otro exilio, allí donde el absurdo es una opción inofensiva.
4 comentarios:
Curiosamente a esa misma hora, mientras los hombres morían,cuatro cuadras hacia arriba y sobre la tercera, yo también estaba despierta. En mi caso, no lo supe de inmediato. Lo supe unas horas después, cuando pude leer las actualizaciones en el reader. Pensé: "Y pensar en la ciudad de millonésimas celdas en las que, mientras unos pernoctan otros mueren". Pensamiento estúpido. Pero en ese momento, para mí fue determinante y cierto.
Sinceramente a veces he pensado que ese es el pago por vivir en una ciudad tan colorida como Guatemala. Y los únicos muertos no son ellos también uno muere y resucita cada día.
Que facilidad de palabras Vania. Gran artículo.
Abrazos.
Un abrazo Mónica, pernoctar ha de ser una forma de inmortalidad.
Filis: me divierte lo de la "facilidad de palabra", si vos supieras... un abrazo, qué gusto recibir tu visita por aquí.
Me encanta tu forma de escribir
transmuta la piel y el tedio de la rutina
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