Cuando
la pintura mexicana estaba en plena manifestación de su preocupación
social y política, ella se echó a México encima, se vestía como
el pueblo, hablaba como el pueblo, cocinaba como el pueblo, se
apropió de su entorno, sus colores, tuvo conciencia intelectual de
sus lanzaba luego sobre el lienzo era la radiografía de las marcas
que no eran percibidas a simple vista: un amor tormentoso, dos
abortos, la mujer sola, rota, que era por dentro. Visitar su casa en
Coyoacán, allí donde nació, vivió por temporadas y murió, es
girar el caleidoscopio y atravesar el espacio entre su reflejo
multiplicado que lo llena por completo, y nos deja sin esperanzas de
salir ilesos.
Es
abril en el Distrito Federal y tiembla. Estoy en México por primera
vez y, no obstante su inmensidad, la gente y sus calles no me parecen
ajenas. Desde la terraza del hostal se ve la línea del costado del
Palacio hundiéndose en dirección al Zócalo. Y, del otro lado, un
torreón de iglesia torcido. Con todo, la ciudad parece ser flexible,
se dobla, sus bordes se curvan como lomo de serpiente, pero no se
quiebran, lo dicen los declives en sus construcciones y las barandas
del Antiguo Colegio de San Ildefonso que visitaré en la ruta en
busca de una parte de la pintura mexicana: los muralistas: Orozco,
Siqueiros y Diego Rivera, -en manos de quienes estuvieron las
monumentales obras que recrearon, para el pueblo, la historia de sus
luchas, desde la vida precolombina, pasando por la invasión, la
revolución, hasta la lucha de clases-. Y Frida Kahlo -un nombre que
aparece como un eco cuando uno dice Rivera, y viceversa- que, sin
proponérselo, llevó a la pintura de la época por el otro camino,
el del individuo y su lucha íntima contra el destino.
El
fondo de la intimidad es azul
“A
veces al oír las campanas de San Francisco junto a mí, en Coyoacán,
las confundo con las de Antigua”, dice Luis Cardoza y Aragón en
“El Río/novelas de caballería”. Y cuando uno se adentra por las
calles de ese barrio viejo, en busca del centro, entiende esa frase,
y por qué, en 1957, él decide asentarse allí, junto a Lya, en el
“Callejón de las flores”. Hay mucho de Antigua en Coyoacán: un
encanto, un sopor, una lejanía misteriosa del barullo salvaje de la
capital, de la que, en realidad, nunca se sale. Su parque central y
su fuente con dos coyotes, sus cafés y sus cantinas en los
alrededores, y sus ardillas que descienden a comer, como si fueran
pájaros de otros parques, palomas de otras plazas. Y allí, en la
Calle de Londres 247, se encuentra la Casa Azul, una casona de
esquina, que data de 1904, en donde nació, vivió por temporadas, y
murió Frida Kahlo. Visitarla es completar el viaje al fondo de su
intimidad, ese que empieza con la contemplación de los últimos
veinte años de su obra. Porque Frida empezó a pintar joven y sin
habérselo propuesto. Luego de sobrevivir al accidente del tranvía y
el camión que a los 17 años marcó su vida para siempre, tuvo que
pasar meses en cama, y, allí, ponerse a pintar fue una opción para
pasar el tiempo. Como su padre era fotógrafo, empezó a hacer
retratos de familiares y amigos, y fue por esa temporada en la que
hizo su primer autorretrato. Sin embargo, fue tres años después de
casarse con Diego Rivera, en 1932, cuando los autorretratos fueron
completándose con los elementos de su dolor: la imposibilidad de
tener hijos, las infidelidades de Rivera, y más adelante, la
presencia constante de la muerte a través del sufrimiento que le
provocaba su columna destrozada. Las salas de su casa, convertida en
museo desde 1958, van subrayando ese recorrido vital con su obra.
Allí están algunos retratos representativos, como el que le hizo a
su padre; algunos bodegones, como el último que pintó, en el que a
pesar de todo afirma, como si se tratara de un último brindis: “viva
la vida”; algunos cuadros inacabados, sus dibujos en hojas de
cuaderno, algunas fotografías, y obra de Rivera; así como los
objetos que ambos coleccionaban: sus plateras amarillas llenas de
cerámica, barro y vidrio, y los retablos o exvotos, esas fascinantes
laminitas pintadas a mano en las que los creyentes agradecidos eran
pintados en una representación del hecho por el que pedían o
agradecían, acompañado siempre por una explicación y la presencia
de la divinidad a la que se apelaba. Obras populares que manifestaban
la necesidad, la tragedia individual, la desesperación, la
esperanza, el intento de comunicación con lo que no se ve, cuya
influencia se hizo evidente en algunos de los autorretratos de Frida,
que también fueron grito, pero en ausencia de toda deidad. Allí
está también el cuarto que fue de Diego, con su overol y su
sombrero; cuarto que también fue de Trotski. Y en el segundo nivel,
el estudio que Rivera le mandó a construir en 1946, un espacio que
es todo ventanal con vista al jardín, todo luz. Con sus libreras,
sus esculturas precolombinas, el caballete que le regaló
Rockefeller, su pintura en botecitos de perfume, sus pinceles, su
silla de ruedas y su espejo, su prótesis, uno de sus 28 corsés -sus
castigos- y la urna con sus cenizas. Un espacio que conecta por un
pasillo a las dos recámaras de Frida, la de día y la de noche.
Ambas pequeñas, con dos camas apenas separadas por una pared
delgada. Vistas desde la recamara de noche, pareciera que una cama
fuera tan solo la sombra de la otra. La de día está frente a una
puerta que da al jardín, y en la parte superior tiene el espejo que
la madre mandó a poner, por donde una Frida parecía asomarse de vez
en cuando en silencio, como los demás, pero se quedaba con ella más
tiempo. Ahora el espejo está vacío, porque debajo de él sólo está
su máscara mortuoria con los ojos cerrados. Rodeada siempre con una
chalina diferente, con un vestido diferente. Salgo. Desciendo
despacio hacia el jardín, y desde allí observo la casa y una imagen
que ya no está: Frida Kahlo y Diego Rivera de espaldas a la recámara
de día, frente al jardín, viéndose las caras. Inmortalizados, así
en una foto que Guillermo Zamora tomara en 1952, dos años antes de
la muerte de Frida. Para entonces ya tengo un nudo en tensión en la
garganta. Respiro profundo, trago, mejor doy media vuelta y me pongo
a recorrer el jardín en lo que se me calman las ganas de sentarme a
llorar. Entonces lo veo llegar directamente hasta donde estoy. Es un
gato tricolor. Maúlla, se soba contra mis piernas, me ofrece el
lomo. Yo, asombrada, me agacho, lo saludo, le hago preguntas que
responde con maullidos a medias, y tras una breve interacción, me
acompaña por el jardín, hasta el anexo, donde me siento y él me
rodea, se soba contra mi espalda, me acompaña hasta que el nudo en
la garganta se va. Entonces calculo el tiempo y decido salir. Él me
acompaña hasta el punto donde me encontró, allí se detiene, se da
la vuelta y desaparece entre los arriates.
El
fondo de la intimidad es tormentoso y transparente
El
escritor francés André Bretón, afirmó que la obra de Kahlo era
surrealista. Frida siempre lo negó, aduciendo que ella no pintaba
sueños, pintaba su propia realidad. “Frida se desgarró el ser y
el corazón para decir la verdad biológica de lo que siente en
ellos”, afirmó Diego Rivera. Y por esa apertura, por esa
visceralidad para plasmar imágenes, es por la que se le recuerda,
más que por su técnica. Al grado que, durante su vida sólo tuvo
una exposición individual en México, y fue poco antes de su muerte,
en la galería de la fotógrafa Lola Álvarez Bravo, a la que la
artista asistió con todo y cama, en contra de la voluntad de los
médicos. “Frida Kahlo es un caso excepcional para el arte en
América Latina” dice, evidentemente emocionada, Isabel Ruiz, la
artista plástica más contundente de la contemporaneidad
guatemalteca. “Frida Kahlo es una bandera. No deja de tener
vigencia, porque llegó a la esencia del arte a través de una obra
sentida desde la propia carne, con raíz en la vida misma. Eso la
hace transcendente, humana. Frida fue sincera en todo sentido, en su
posición pictórica, femenina y política”, afirma, y confiesa que
se le hace un nudo en la garganta cuando la recuerda abogando en la
manifestación pública por la situación de la Guatemala invadida,
de la primavera derrotada del 54, el 2 de julio, tan solo una semana
antes de su muerte. De hecho fue en esa misma ocasión cuando Luis
Cardoza y Aragón la vio por última vez, de acuerdo con uno de los
pasajes de “El Río/novelas de caballería”, allí iba Frida,
convaleciente, en un “jip” descubierto junto a otras grandes
figuras del arte y la literatura mexicana: Diego Rivera, Carlos
Pellicer, José Revueltas, Juan O’Gorman, Efraín Huerta, Sergio
Pitol, José Emilio Pacheco y Carlos Monsivais, entre otros, y entre
millares de pueblo, pueblo de México, dejará asentado. A Frida y a
Rivera, Cardoza los había conocido alrededor de los años 30 en
Cuernavaca, donde Rivera estaba trabajando un mural en el Palacio de
Cortez. “Diego y Frida eran algo así, en el paisaje espiritual de
México, como el Popocatépetl y el Ixtaccihuatl en el Valle de
Anáhuac”, dijo en “Círculos concéntricos”. Por las mañanas
visitaba pueblos vecinos con Frida, y por las tardes iban a traer a
Diego, que llevaba horas encaramado en los andamios pintando. Se iban
a cenar, se bajaban una botella de tequila entre los tres, y Diego
contaba historias que luego Cardoza lamentó no haber registrado.
Sobre la obra de la artista dijo en su libro “México, pintura de
hoy”: “Pocos ejemplos en México de mayor sinceridad, de mayor
altura en el sollozo. Sin su obra, que es su resurrección cotidiana
se habría ahogado en sus propios ojos, que siempre vieron hacia
dentro. Queda en mi memoria como algo de lo más real y realista de
México, dentro de su tragedia, que es la nuestra, porque es la
criatura humana la que alienta en su pintura, lejos de toda escuela,
lejos de toda tendencia, sin interesarle fijar fantasías, sino
liberar su dolor, su obsesión de la muerte, su fuerza vital, que su
espíritu encendió en su cuerpo golpeado por el destino”. Frida
Kahlo hizo de su dolor y de la honestidad una estética y una
salvación, y con su obra sigue reforzando lo que ya había dicho
Cardoza y también dijeron, a su manera, escritores como Chuck
Palahniuk y José Saramago: toda obra de arte es biografía. O dicho
de otra manera: "La
vida y la obra son la misma cosa, aunque no lo queramos. Se escribe o
pinta lo que se es. Se es lo que se escribe o pinta”… Frida murió
en la Casa Azul el 13 de julio de 1954. Sus cenizas nunca fueron
mezcladas con las de Diego Rivera, como él lo pidió.uchas,
recolectó sus manifestaciones populares, su cerámica, sus retablos,
la voz desesperada que expresaba en sus exvotos religiosos; pero
cuando se contemplaba en el espejo, el reflejo que su imagen lanzaba
luego sobre el lienzo era la radiografía de las marcas que no eran
percibidas a simple vista: un amor tormentoso, dos abortos, la mujer
sola, rota, que era por dentro. Visitar su casa en Coyoacán, allí
donde nació, vivió por temporadas y murió, es girar el
caleidoscopio y atravesar el espacio entre su reflejo multiplicado
que lo llena por completo, y nos deja sin esperanzas de salir ilesos.
Es
abril en el Distrito Federal y tiembla. Estoy en México por primera
vez y, no obstante su inmensidad, la gente y sus calles no me parecen
ajenas. Desde la terraza del hostal se ve la línea del costado del
Palacio hundiéndose en dirección al Zócalo. Y, del otro lado, un
torreón de iglesia torcido. Con todo, la ciudad parece ser flexible,
se dobla, sus bordes se curvan como lomo de serpiente, pero no se
quiebran, lo dicen los declives en sus construcciones y las barandas
del Antiguo Colegio de San Ildefonso que visitaré en la ruta en
busca de una parte de la pintura mexicana: los muralistas: Orozco,
Siqueiros y Diego Rivera, -en manos de quienes estuvieron las
monumentales obras que recrearon, para el pueblo, la historia de sus
luchas, desde la vida precolombina, pasando por la invasión, la
revolución, hasta la lucha de clases-. Y Frida Kahlo -un nombre que
aparece como un eco cuando uno dice Rivera, y viceversa- que, sin
proponérselo, llevó a la pintura de la época por el otro camino,
el del individuo y su lucha íntima contra el destino.
El
fondo de la intimidad es azul
“A
veces al oír las campanas de San Francisco junto a mí, en Coyoacán,
las confundo con las de Antigua”, dice Luis Cardoza y Aragón en
“El Río/novelas de caballería”. Y cuando uno se adentra por las
calles de ese barrio viejo, en busca del centro, entiende esa frase,
y por qué, en 1957, él decide asentarse allí, junto a Lya, en el
“Callejón de las flores”. Hay mucho de Antigua en Coyoacán: un
encanto, un sopor, una lejanía misteriosa del barullo salvaje de la
capital, de la que, en realidad, nunca se sale. Su parque central y
su fuente con dos coyotes, sus cafés y sus cantinas en los
alrededores, y sus ardillas que descienden a comer, como si fueran
pájaros de otros parques, palomas de otras plazas. Y allí, en la
Calle de Londres 247, se encuentra la Casa Azul, una casona de
esquina, que data de 1904, en donde nació, vivió por temporadas, y
murió Frida Kahlo. Visitarla es completar el viaje al fondo de su
intimidad, ese que empieza con la contemplación de los últimos
veinte años de su obra. Porque Frida empezó a pintar joven y sin
habérselo propuesto. Luego de sobrevivir al accidente del tranvía y
el camión que a los 17 años marcó su vida para siempre, tuvo que
pasar meses en cama, y, allí, ponerse a pintar fue una opción para
pasar el tiempo. Como su padre era fotógrafo, empezó a hacer
retratos de familiares y amigos, y fue por esa temporada en la que
hizo su primer autorretrato. Sin embargo, fue tres años después de
casarse con Diego Rivera, en 1932, cuando los autorretratos fueron
completándose con los elementos de su dolor: la imposibilidad de
tener hijos, las infidelidades de Rivera, y más adelante, la
presencia constante de la muerte a través del sufrimiento que le
provocaba su columna destrozada. Las salas de su casa, convertida en
museo desde 1958, van subrayando ese recorrido vital con su obra.
Allí están algunos retratos representativos, como el que le hizo a
su padre; algunos bodegones, como el último que pintó, en el que a
pesar de todo afirma, como si se tratara de un último brindis: “viva
la vida”; algunos cuadros inacabados, sus dibujos en hojas de
cuaderno, algunas fotografías, y obra de Rivera; así como los
objetos que ambos coleccionaban: sus plateras amarillas llenas de
cerámica, barro y vidrio, y los retablos o exvotos, esas fascinantes
laminitas pintadas a mano en las que los creyentes agradecidos eran
pintados en una representación del hecho por el que pedían o
agradecían, acompañado siempre por una explicación y la presencia
de la divinidad a la que se apelaba. Obras populares que manifestaban
la necesidad, la tragedia individual, la desesperación, la
esperanza, el intento de comunicación con lo que no se ve, cuya
influencia se hizo evidente en algunos de los autorretratos de Frida,
que también fueron grito, pero en ausencia de toda deidad. Allí
está también el cuarto que fue de Diego, con su overol y su
sombrero; cuarto que también fue de Trotski. Y en el segundo nivel,
el estudio que Rivera le mandó a construir en 1946, un espacio que
es todo ventanal con vista al jardín, todo luz. Con sus libreras,
sus esculturas precolombinas, el caballete que le regaló
Rockefeller, su pintura en botecitos de perfume, sus pinceles, su
silla de ruedas y su espejo, su prótesis, uno de sus 28 corsés -sus
castigos- y la urna con sus cenizas. Un espacio que conecta por un
pasillo a las dos recámaras de Frida, la de día y la de noche.
Ambas pequeñas, con dos camas apenas separadas por una pared
delgada. Vistas desde la recamara de noche, pareciera que una cama
fuera tan solo la sombra de la otra. La de día está frente a una
puerta que da al jardín, y en la parte superior tiene el espejo que
la madre mandó a poner, por donde una Frida parecía asomarse de vez
en cuando en silencio, como los demás, pero se quedaba con ella más
tiempo. Ahora el espejo está vacío, porque debajo de él sólo está
su máscara mortuoria con los ojos cerrados. Rodeada siempre con una
chalina diferente, con un vestido diferente. Salgo. Desciendo
despacio hacia el jardín, y desde allí observo la casa y una imagen
que ya no está: Frida Kahlo y Diego Rivera de espaldas a la recámara
de día, frente al jardín, viéndose las caras. Inmortalizados, así
en una foto que Guillermo Zamora tomara en 1952, dos años antes de
la muerte de Frida. Para entonces ya tengo un nudo en tensión en la
garganta. Respiro profundo, trago, mejor doy media vuelta y me pongo
a recorrer el jardín en lo que se me calman las ganas de sentarme a
llorar. Entonces lo veo llegar directamente hasta donde estoy. Es un
gato tricolor. Maúlla, se soba contra mis piernas, me ofrece el
lomo. Yo, asombrada, me agacho, lo saludo, le hago preguntas que
responde con maullidos a medias, y tras una breve interacción, me
acompaña por el jardín, hasta el anexo, donde me siento y él me
rodea, se soba contra mi espalda, me acompaña hasta que el nudo en
la garganta se va. Entonces calculo el tiempo y decido salir. Él me
acompaña hasta el punto donde me encontró, allí se detiene, se da
la vuelta y desaparece entre los arriates.
El
fondo de la intimidad es tormentoso y transparente
El
escritor francés André Bretón, afirmó que la obra de Kahlo era
surrealista. Frida siempre lo negó, aduciendo que ella no pintaba
sueños, pintaba su propia realidad. “Frida se desgarró el ser y
el corazón para decir la verdad biológica de lo que siente en
ellos”, afirmó Diego Rivera. Y por esa apertura, por esa
visceralidad para plasmar imágenes, es por la que se le recuerda,
más que por su técnica. Al grado que, durante su vida sólo tuvo
una exposición individual en México, y fue poco antes de su muerte,
en la galería de la fotógrafa Lola Álvarez Bravo, a la que la
artista asistió con todo y cama, en contra de la voluntad de los
médicos. “Frida Kahlo es un caso excepcional para el arte en
América Latina” dice, evidentemente emocionada, Isabel Ruiz, la
artista plástica más contundente de la contemporaneidad
guatemalteca. “Frida Kahlo es una bandera. No deja de tener
vigencia, porque llegó a la esencia del arte a través de una obra
sentida desde la propia carne, con raíz en la vida misma. Eso la
hace transcendente, humana. Frida fue sincera en todo sentido, en su
posición pictórica, femenina y política”, afirma, y confiesa que
se le hace un nudo en la garganta cuando la recuerda abogando en la
manifestación pública por la situación de la Guatemala invadida,
de la primavera derrotada del 54, el 2 de julio, tan solo una semana
antes de su muerte. De hecho fue en esa misma ocasión cuando Luis
Cardoza y Aragón la vio por última vez, de acuerdo con uno de los
pasajes de “El Río/novelas de caballería”, allí iba Frida,
convaleciente, en un “jip” descubierto junto a otras grandes
figuras del arte y la literatura mexicana: Diego Rivera, Carlos
Pellicer, José Revueltas, Juan O’Gorman, Efraín Huerta, Sergio
Pitol, José Emilio Pacheco y Carlos Monsivais, entre otros, y entre
millares de pueblo, pueblo de México, dejará asentado. A Frida y a
Rivera, Cardoza los había conocido alrededor de los años 30 en
Cuernavaca, donde Rivera estaba trabajando un mural en el Palacio de
Cortez. “Diego y Frida eran algo así, en el paisaje espiritual de
México, como el Popocatépetl y el Ixtaccihuatl en el Valle de
Anáhuac”, dijo en “Círculos concéntricos”. Por las mañanas
visitaba pueblos vecinos con Frida, y por las tardes iban a traer a
Diego, que llevaba horas encaramado en los andamios pintando. Se iban
a cenar, se bajaban una botella de tequila entre los tres, y Diego
contaba historias que luego Cardoza lamentó no haber registrado.
Sobre la obra de la artista dijo en su libro “México, pintura de
hoy”: “Pocos ejemplos en México de mayor sinceridad, de mayor
altura en el sollozo. Sin su obra, que es su resurrección cotidiana
se habría ahogado en sus propios ojos, que siempre vieron hacia
dentro. Queda en mi memoria como algo de lo más real y realista de
México, dentro de su tragedia, que es la nuestra, porque es la
criatura humana la que alienta en su pintura, lejos de toda escuela,
lejos de toda tendencia, sin interesarle fijar fantasías, sino
liberar su dolor, su obsesión de la muerte, su fuerza vital, que su
espíritu encendió en su cuerpo golpeado por el destino”. Frida
Kahlo hizo de su dolor y de la honestidad una estética y una
salvación, y con su obra sigue reforzando lo que ya había dicho
Cardoza y también dijeron, a su manera, escritores como Chuck
Palahniuk y José Saramago: toda obra de arte es biografía. O dicho
de otra manera: "La
vida y la obra son la misma cosa, aunque no lo queramos. Se escribe o
pinta lo que se es. Se es lo que se escribe o pinta”… Frida murió
en la Casa Azul el 13 de julio de 1954. Sus cenizas nunca fueron
mezcladas con las de Diego Rivera, como él lo pidió.
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