Es poeta, narrador, ensayista y uno de los escritores más importantes
de la literatura nacional de los últimos treinta años. Sus libros, sin
embargo, son una cuestión de iniciados: ediciones personalísimas,
artefactos, objetos que circulan de manera casi clandestina. Alérgico a
cualquier tipo de figuración, desarrolla su trabajo como un artesano,
meticulosamente, en silencio, hilvanando cada palabra, cada reflexión
sobre la vida, la sociedad, el cuerpo, la condición humana. Su largo
exilio newyorkino le ha servido para entender mejor Guatemala.
El
caso de Francisco Nájera es similar al del poeta griego Constantino
Kavafis, el mexicano Abigael Bohorquez o el del guatemalteco César
Brañas. Todos escritores que se movieron desde una marginalidad
autoimpuesta y grandemente productiva. Imprimían sus libros por
cuenta propia y los hacían circular entre grupos igualmente
reducidos de amigos o lectores interesados. Un ejercicio que a
Nájera le ha permitido encontrarse con la libertad para decir más
allá de las palabras, a través de la publicación de su obra en
formatos y tirajes mínimos, muchos de los cuales, a su vez, son
artefactos visuales, y lo convierten en un fantasma que pocos han
visto, pero que se mueve, y del que se habla, en los espacios de la
literatura y la plástica guatemalteca.
Un
par de veces al año, el escritor vuelve a Guatemala, el lugar en el
que nació hace 68 años, y del que se marchó hace 48, por
cuestiones de familia. En este país están su casa, sus amigos, sus
lectores: ese grupo privilegiado entre quienes reparte los breves
tirajes de su obra, constituida, en su mayoría, por poemarios
engrapados en hojas de colores, o escritos en hojas sueltas dentro de
sobres cerrados; fotocopias de textos impresos en papel kraft y
envueltos en hojas de periódicos locales, o pañuelos; algunos
afiches, objetos y, también, libros en su formato más común. Todos
producto de un ejercicio que empezó en 1970 como un intento de hacer
de la catarsis un elemento estético, y que se fue convirtiendo,
además, en una interacción con sus lecturas, en aquel tiempo
eminentemente académicas –Lacan y Kristeva– con las que se
preparaba para su tesis acerca del escritor Rafael Arévalo Martínez.
El resultado, afirma, más que poemas, cuentos o prosas fueron textos
abiertos con los que conformó su primer libro, que publicó por
cuenta propia en un formato tradicional. Su relación con los
escritores guatemaltecos inició por esos años. En uno de sus
regresos anuales, seleccionó unos poemas con la intención de
publicarlos en la Revista Alero; pero Roberto Díaz del Castillo
había tenido que salir del país. Y cuando llegó con la misma
intención a la Revista Tzolkin, la encontró cerrada bajo una
censura temporal. En esa búsqueda, le recomendaron que localizara al
encargado de un trifoliar llamado “El pequeño Jaguar”, así
conoció al poeta Francisco Morales Santos y a la artista Isabel
Ruiz, a través de los cuales llegaría luego a otros artistas del
grupo “Imaginaria”, como Moisés Barrios, Luis González Palma,
la curadora Rosina Cazali, y a escritores como Enrique Noriega, que
con sus Ediciones del Cadejo le mostró que un libro no tiene que ser
un libro, afirma. Una de sus colecciones consistía en pequeños
estuches en cuyo interior se encontraban hojas sueltas, numeradas. Un
formato muy similar a los que también se habían trabajado, años
atrás, en algunas ediciones del grupo “Nuevo Signo”.
Entre
los lindes de la imagen y la palabra
El
primer libro en el que Nájera incluyó elementos visuales estaba
dedicado a Rafael Arévalo Marínez y se llamaba “Imitación de los
contrarios– razones por las que el aire es más frío en las
regiones más altas”. En ese entonces estaba leyendo filosofía
árabe y se sentía marcado por ella, así como por Arévalo Martínez
y sus maestros místicos. Habló con Moisés Barrios para que hiciera
una xilografía con hojas. Barrios imprimió algunas de las que
crecen en los edificios y en las ruinas, y fueron las que se
intercalaron a lo largo del libro que apareció en 1995, diseñado
por Rosina Cazali. “La colaboración entre aristas visuales y
escritores siempre ha producido un espacio en donde se reconoce y
reafirma la tradición y el auge de los libros hechos a mano”,
afirma Cazali, para quien esta rutina de doble vía ha sido algo muy
familiar. “En nuestra casa siempre hubo un tórculo y un taller de
grabado a donde llegaban muchos artistas para hacer impresiones de
sus planchas”. Cuando Nájera volvía a Guatemala siempre traía
algún proyecto nuevo bajo el brazo. Él se los mostraba,
desarrollaban el concepto, y lo llevaba a la imprenta D&M. Justo
antes de volver a Nueva York, mostraba el resultado en medio de una
celebración amistosa y familiar. Otras piezas en las que
participaron conjuntamente fueron los poemarios “Lotería de latón”
y “Cuerpos”, éste último apareció en 1996 y es el que, según
Cazali, se acerca más al libro objeto. Se trata de una serie de
“cartas” en las que aparecen los poemas impresos de un lado; y el
fragmento de una obra de Pablo Swezey en el otro. No tiene orden
estricto para la lectura. Esta puede surgir como con las cartas del
Tarot. Otros de los objetos que sobresalen en el recorrido artístico
de Nájera fueron producidos y apoyados en la época de Colloquia. Es
el caso de “Los versos de María la puta”, que trabajó en
conjunto con Darío Escobar: textos que datan de los años 70 y 80 y
que acomodaron dentro de polveras en un juego con el sentido de las
palabras, con su contexto y con la transformación, la feminización
de quien las abre para explorar su contenido. Ya por su cuenta,
siguió produciendo otros artefactos, muchos de los cuales contienen
un discurso al que es imposible acceder, o bien, se logra únicamente
a través de la destrucción del objeto: como “Transparencia de la
mirada” la serie de textos dentro de una botella, o el caso de
“Pornografía de su febril-silencio”, un libro sellado por la
mitad con una grapa industrial, en el que se mezclan imágenes y
textos en los que el lenguaje se ha derrumbado y sólo es posible el
balbuceo, o bien el caso de libros cuyo trayecto hacia el texto es
también discurso: como “Fragmentos (nuestra historia)”, una
crónica en primera persona femenina que narra la invasión, la
violencia y el dominio, una voz dolorosa que atraviesa hojas sueltas,
sin numerar, envueltas en una hoja de periódico que denuncia el robo
en sitios arqueológicos. En él pareciera decir que no hay que
esforzarse mucho para encontrar los fragmentos de un pasado doloroso,
que no hay que escarbar mucho para ver lo que dice la historia, para
descubrir las voces que dejaron su testimonio en las piedras. “No
creo que el trabajo de Nájera se trate de un simple coqueteo con las
artes visuales, mucho menos de una ocurrencia superficial. Los libros
objeto han sido para él una línea de investigación y una manera de
experimentar entre los lindes de la imagen y la palabra”. Concluye
Cazali.
Escribir
para hacerse invisible
La
interacción con sus lecturas, ese acto que dio inicio a la
experimentación lo ha seguido acompañando a lo largo del camino,
con libros como “El Río y los fragmentos” a partir de la obra de
Luis Cardoza y Aragón; “El canto”, que nace de su lectura de
“Cárcel de árboles” de Rodrigo Rey Rosa; o “La comedia
humana” que resulta de la segunda versión de un texto que en 2002
fue parte del libro “El dinosaurio anotado”, una edición crítica
del cuento de Augusto Monterroso publicada por la UNAM, entre otros.
Esto, aunado a la exploración de sus temas recurrentes: el deseo y
el misticismo, un interés que, según afirma, le surgió en primera
instancia de la curiosidad, la mística cristiana-europea, el
surrealismo y los trabajos de Georges Bataille. “Leyéndolo aprendí
acerca de la idea del exceso, de experiencias “límite” que
ofrecen la posibilidad de un misticismo carnal”. Explica. Sin
embargo, la raíz de todas las lecturas que han nutrido su obra,
parte de otra rama importante de su trabajo, la intelectual, de la
que se ha derivado una visión crítica de la obra de escritores como
Francisco Morales Santos, Ana María Rodas, Jaime Sabines, entre
otros. Uno de los más importantes es el “Pacto autobiográfico en
la obra de Rafael Arévalo Martínez”, que se considera uno de los
estudios más completos acerca de este autor, en el que trabajó
alrededor de siete años y con el que se acreditó como Doctor en
Letras. “Nájera es un escritor que ha tratado de ir tras discursos
poco complacientes y no ha peleado por la notoriedad ni tampoco por
hacerse tan visible dentro del medio cultural. Hay varios factores en
él que me sorprenden: la decisión de escribir para hacerse
invisible y la coherencia de su trabajo. Pareciera decir yo no voy a
cambiar nada, todo está dicho, voy a cambiar la forma en la que me
miran, cómo me leen, cómo me voy a comunicar. El caso de Nájera es
ese, el de un auténtico poeta, quizá invisible para este momento,
pero que va a tener una trascendencia muy grande”, opina Javier
Payeras, quien, además, fue uno de los curadores de la XVIII Bienal
de arte Paiz en la que fue expuesta parte de su obra.
Guatemala
/ Nueva York: la otra dicotomía
El
libro, el artefacto; la palabra, la imagen; el misticismo y lo
carnal; la lectura y la escritura son toda una ruta de bifurcaciones
por las que Nájera ha transitado a lo largo de su experimentación
estética que, para ver la luz, ha necesitado cruzar otras fronteras
físicas, esas que separan al país en el ha vivido la mayor parte de
su vida, del país donde nació y a donde sueña siempre con
regresar. Nueva York ha sido un espacio de formación, el espacio que
le ha permitido vivir dentro de su cabeza, afirma en una entrevista;
Guatemala es una realidad que ha decidido vivir como suya. Siendo muy
joven y estando ya lejos, fue su hermano el que mantuvo el enlace con
el país, recuerda. Él fundó el primer equipo guatemalteco de
futbol allá, y en su casa solo se hablaba Español. Fue, de hecho,
en uno de esos encuentros deportivos en donde Francisco Nájera
conoció a Ileana, su esposa, también guatemalteca. Si bien, su
primer libro había sido escrito en inglés, luego optó por
traducirlo al español y, desde entonces, se quedó con el idioma.
“La poesía viene de tan adentro y su voz es en Español” afirma
este escritor que se considera un guatemalteco por solidaridad. “Ser
guatemalteco es para mí ver el mundo a partir de las experiencias
que vivo y que se viven en este país asumiéndolas como propias. Es
ser extranjero en cualquier otro país”. Y mientras él sigue
investigando y produciendo en Nueva York; en Guatemala esta sigue
siendo la época del año en que es fácil encontrarlo caminando por
las calles del centro, sonriente, con sus bolsas plásticas llenas de
libros, propios y ajenos, películas y suplementos culturales, que
comparte con sus lectores y amigos en esa tradicional línea de
circulación de su obra que es el la del cariño.
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