domingo, 25 de mayo de 2014

Xibalbá: una cartografía del descenso



Xibalbá es otro de los nombres de la oscuridad, de sondear el fondo. Sólo los héroes han emprendido el camino hacia sus entrañas y han emergido para contar su trayecto y sus visiones.
Pero el tiempo es circular, las historias se repiten, y los héroes que no son otra cosa que los mismos hombres magnificados, un día cualquiera se ven descendiendo por una espiral que los succiona hasta el centro mismo y oscuro de sus conflictos: animales salvajes que se atormentan en el encierro, que se multiplican frente a las obsidianas, que les lanzan de vuelta su verdadero reflejo.
Sin tiempo, principio ni fin. Sin hilo conductor más que el viento que acerca y aleja las voces anónimas que quizá recuerdan, o bien son el eco que ronda los recovecos oscuros de la muerte, El tiempo principia en Xibablá nos coloca en el borde de la primera gran espiral y nos dispone a ver cómo descienden a través de ella un pueblo entero, una virgen ladina y una puta, un mestizo tibio y un indio que salió de su tierra para descubrir todo lo que no es, y que volvió para pelear contra todo lo que no quiere ser.

Las primeras cuatro casas del tormento

Las casas de la oscuridad y del frío son las primeras estancias de Xibalbá, de acuerdo con el Popol Vuh.
La primera es un espacio de tinieblas; la segunda, de un viento frío e insoportable. A través de ellas parece moverse un pueblo sin nombre. Hombres y mujeres que en medio de la noche se esconden del viento que no es viento, sino animal que parece viento, o bien gente que parece animal, y que arrastra tras de sí el silencio, el miedo, la muerte y su danza conocida y temida, la sensación de que, quizá, detrás de ella se les fue la vida.
Un pueblo que se borra con cada invierno y renace sobre sus propios escombros, que repone a sus muertos, los multiplica, y que cada cierto tiempo se reúne dentro de la iglesia del lugar, alrededor de la cual fue surgiendo, para venerar a la única ladina de las cercanías: la Virgen de Concepción: que levanta pasiones carnalmente espirituales entre los que veneran su imagen como hijos, y fantasean con ella como amantes.
Similar a ella, pero de carne y hueso, morena y puta, es la Concha. Los hombres del pueblo han logrado ascender al cielo por la ruta que ofrece en medio de sus piernas, por eso la desean y la desprecian. Y ella lo sabe. Se percató de eso a través de los dos indios que en diferentes circunstancias llegaron más allá del pueblo, donde todo es bello y ajeno.
Juan Caca, enviado al seminario con la venia de su padre y su dinero; y Pascual, que se entregó a las filas del ejército por su vocación de hijo de puta y sus ganas de largarse.
Y volvieron un día: Juan, con la indiferencia a cuestas, a ubicarse en un pedestal imaginario que lo hacía diferente al resto de sus iguales; Pascual, con dientes de oro, palabras raras, zapatos en lugar de caites, otro sombrero, ropa distinta, diferente a los del pueblo, mas no por eso parecido a los de afuera, y quisieron poseer a la Concha por lo que parecía, y hacerla a un lado por lo que realmente era.
Juan se la llevó a su casa, se casó con ella, la ubicó en su cuarto, no se atrevió a tocarla; y la obligó a salir en busca de Pascual quien esperaba a alguien que no era ella, y que al estilo de los ladinos, una noche, a escondidas del Padre, llegó a la iglesia, raptó a la virgen verdadera, se la llevó a su cuarto, la deseó y trató de poseerla, de traspasar su resistencia silenciosa, de evadir una nueva derrota al intentar hacer suyo lo que le será por siempre ajeno.
Bestias ellos y sus conflictos: arremolinándose, atormentándose, gruñendo, sin posibilidad de salida, como en la tercera y cuarta casa del descenso al inframundo, las casas de los tigres y los murciélagos.

La obsidiana que corta y que refleja

El pueblo que se había hecho hombre a lo largo del descenso para sondear lo más profundo de sus conflictos, vuelve a descubrirse colectivo en medio del reflejo negro de las obsidianas. Las piedras de rayo que llenan la estancia de las navajas o la obsidiana, la quinta casa de castigo de Xibalbá que atestigua el libro sagrado de los quichés.
La casa de la piedra de rayo. Piedra volcánica que se pulía para hacer hojas cortantes, puntas de flechas, cuchillos y navajas, la piedra que cuando no corta, refleja, multiplica.
Frente a ellas, el hombre vuelve a ser pueblo. Se da cuenta de que no está muerto, se da cuenta de lo que no es, anhela lo que no puede ser.
Se contempla pueblo derrotado que no encuentra su verdadero lugar, que se debate en medio de una relación edípica con la Virgen de Concepción, que mira como hermanos a sus hijos yacientes, cargadores de cruces, morenos y miserables como ellos, pero que no coinciden con su verdadero reflejo.
Pueblo que en un arranque de furia, a imagen y semejanza de Pascual, arremete con un tronco contra las puertas cerradas de la Iglesia, en una nueva violación que pretende traer de vuelta la imagen de lo que realmente son, con la Concha en andas, en la procesión de la cofradía de la muerte que es oscuridad, fin, afán de renacimiento.

Otros descensos

Hay, del otro lado de la ficción, un pueblo de Sacatepéquez con nombre de santo y apellido de oficiante: San Juan del Obispo: un lugar ubicado en los brazos del volcán de agua, en donde nació y creció Luis de Lión, un lugar a donde nunca regresó.
Hay, en el centro de ese pueblo, una familia con un espacio vacío; una casa llena de piezas que tratan de mantener delineada su imagen: un par de libreras, una máquina de escribir en silencio, unas cuantas mudadas, las portadas de sus libros publicados de manera póstuma, una fotografía con sus estudiantes, otra con su familia, una más de él, solo, en la página 41 del dossier del diario militar, en donde se consigna su captura: el 15 de mayo de 1984, a las 5 de la tarde, en la 2ª. Avenida y 11 calle de la zona 1. Y una hija que se dedica a repetir su historia, como un mantra de dolor, una invocación, una manera de mantenerlo vivo.
Esta nueva reedición de El tiempo principia en Xibalbá, que ahora aparece desde el centro mismo de la Antigua Guatemala, es uno más de esos intentos.
Con él, Luis de Lión obtuvo el segundo lugar de los Juegos Florales de Quetzaltenango en 1972. El primero fue declarado desierto, quizá como una de las tantas manifestaciones absurdas del temor que ha generado desde su primera publicación, en 1985, esa voz del pueblo que invoca y hace aparecer frente al pueblo mismo uno de sus más antiguos conflictos: el de la búsqueda de la identidad, que recorre sus páginas y se manifiesta en otros de sus libros.
Muchos de ellos han visto la luz, otros esperan, como su familia y sus amigos, que cada nuevo mayo, ven cómo va creciendo su ausencia.

Prólogo a la edición de "El pensativo" / Guatemala, 2013

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