Hay una
fascinación, casi un culto, al rededor de lo breve. Algunos se lo atribuyen a
la velocidad de los tiempos que corren, esa espera constante del impacto del instante:
información en 140 caracteres, una imagen contundente, una historia que no dure
más de una hora en la TV, el golpe limpio de la belleza o del sentido completo
de unas horas, una conclusión, una revelación.
Pero no es que
todos los seres propensos a lo breve tengan prisa, es que conocen el poder de
lo efímero, su impacto, paradogicamente más duradero. Lo quieren todo, lo quieren ya. Salen, entonces, en
búsqueda de instantes propios, o de aquellos que otros capturaron para sí.
Dicho esto pienso
en “Un bolero lleva tu nombre”, un libro de 290 páginas, llenas con un centenar
de instantes. Una recopilación de pedazos de vida, sin todas esas horas muertas
que tuvieron que pasar para que, tanto los personajes, como nosotros, fuéramos
testigos de las jugadas del azar, los encuentros, el amor, los viajes y las
nostalgias, todo eso que tiene, sobre los seres humanos, la fuerza, el
esplendor y la intensidad del choque, efímero pero luminoso, de la pólvora y el
fuego. Un libro con el que Carlos Calderón del Cid, un estudiante guatemalteco
de la Maestría en Ecología en la Universidad Federal de Bahía, en Brasil, se
convirtió en el escritor más joven en ganar el Certamen BAM Letras, uno de los
premios más importantes que continúa vigente en este país.
De más es sabido
que en países con situaciones sociales tan adversas como este, son pocos, y
muchas veces dificultosos, los caminos literarios hacia la publicación. A menos
que los autores acudan a una imprenta y hagan una inversión propia (esa
tradicional manera en la que se ha ido formando lo que hoy conocemos como
Historia de la literatura guatemalteca) o ya sea que tocados por la bendición
de todos los indigentes que tienen algún parecido con los grandes escritores de
la Literatura Universal, alguna de las escasas editoriales carguen con el
riesgo de publicar y esperar que su libro se venda, los premios literarios son
una vía que transitan todos los años decenas de autores inéditos que confían en
ser leídos por especialistas desconocidos, o ganar un poco de dinero, un nombre
o una publicación.
Para Carlos
Calderón del Cid, participar en el certamen era una especie de evaluación, una
forma de someter sus escritos ante terceros para comprobar si valían la pena o
no. Este era su segundo intento. Ya en 2013 había participado en el mismo
certamen que el jurado calificador de entonces había declarado desierto por
considerar que “...aunque en algunos de los 64 libros evaluados había
propuestas con fuerza narrativa, manejo lúdico del lenguaje y habilidad para
despertar el interés del lector, no encontraron en ninguna de las colecciones
enviadas al Certamen la suficiente solidez y el valor literario para otorgar el
premio”. Nada quedó de ese libro, sin embargo continuó en Calderón la búsqueda
de su propio estilo.
La relación de
Carlos Calderón del Cid con la literatura empezó muy temprano, en la cama, a
través de la narración de historias chinas, japonesas y árabes que llegaban
hasta él con la voz de su madre, en esa especie de ritual infantil antes de
dormir. Un día se percató de que también tenía historias que contar, así fue
como empezó su búsqueda, su intento por encontrar la manera de contarlas.
Estaba en quinto primaria. A partir de entonces el proceso lo ha llevado por
varias etapas: ingenuas, peligrosas, pero todas unificadas por el auto
descubrimiento. En este momento, puede decir que escribe movido por el impulso.
Como este es imprevisible, su necesidad de escribir es independiente del tiempo
o de cualquier plazo. Obviamente, afirma, eso no significa que carezca de disciplina.
La escritura inicial, la que arrastra al impulso en su forma más primigenia, es
repentina, y en la mayoría de ocasiones, caótica. Luego viene un proceso
intenso de re lectura y corrección, un oficio”. Oficio que le ha enseñado a
tener la distancia necesaria para ser
más conciso, evitar esos adjetivos extra o una descripción, en apariencia
pertinente, que pudiera diluir la tensión de su historia. Fue así, también,
como descubrió, en la brevedad, una identidad literaria. La revelación llegó
durante uno de los tantos viajes que han marcado su ritmo vital y estudiantil.
Durante ellos hacía anotaciones, esbozos de las impresiones causadas por los
itinerarios. Ahí, cuenta, se percató de la potencialidad de su introspección,
de lo mucho que ganaba condensándose. Vio que no era necesario ser descriptivo
u obedecer a una dinámica regida por el verbo. Su relato podía estar
configurado por sensaciones, por instantes críticos que revelaban la verdadera
humanidad de los personajes. Y en medio de todo esto, la brevedad se convirtió
en la única forma de transmisión, limpia de digresiones, monólogos y diálogos
que casi nunca surgían coherentes o naturales. Además compensó lo que él llama
escasa imaginación, con la intuición, la prefiguración de las interacciones que
anteceden a los puntos de quiebre de sus historias.
Introspección,
emociones, sentimientos, brevedad, quizá sean los términos que confirman la
enorme carga poética que llenan las páginas de “Un bolero lleva tu nombre”. Una
carga poética que el autor presiente y percibe en su prosa, a pesar de
manifestar su mala relación con el género poético como tal. Carlos Calderón del Cid no lee poesía. Lee,
en cambio, a esa especie de autores híbridos. Poetas que escriben narrativa,
narradores que poetizan, como el costarricense Luis Cháves, o los guatemaltecos
Javier Payeras y Maurice Echeverría. Escritores que apuestan por cierto
minimalismo, la brevedad y el momento poético. No quedan fuera de sus lecturas,
nombres como Augusto Monterroso, Marco Antonio Flores, Raymond Carver, Jorge
Luis Borges, Javier Marías, Roberto Bolaño y Antonio Lobo Antunes. Este último,
parte de una lista de narradores a quienes se ha aproximado en Brasil por la
vía del idioma Portugués, entre los que se encuentran Rubém Fonseca, Clarice Lispector
y José Saramago, entre otros.
El escritor
guatemalteco, Maurice Echeverría fue, de hecho, uno de los miembros del jurado
que le dio el premio único del Certamen a “Un bolero lleva tu nombre”. Él lo
calificó como “una obra seductora por sus cuentos condensados y directos,
cortos y rítmicos... Una narrativa que rehuye del relleno inútil, llena de
observaciones tan casuales como poderosas”. La madurez, la sensibilidad,
inteligencia y universalidad de sus relatos tampoco pasaron desapercibidos ante
José Luis Perdomo Orellana y Carol Zardetto, los otros miembros del jurado que
permitieron que llegara hasta nosotros un libro que nos queda a deber en cuanto
al diseño de su portada, pero que compensa de más con las imágenes internas,
poderosas, que nos provoca su lectura.
Un bolero lleva tu
nombre
Carlos Calderón del
Cid
FyG Editores, 2016
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