Los sueños son
extensiones naturales de la vida Una doble jornada vital asumida, no
solicitada. La vida siguiendo su curso en horas extra. Descubrí mi
constante relación con los sueños hace tanto tiempo que me es
imposible precisar en qué momento empecé a tomar conciencia de
ellos, de sus historias a medias, de sus imágenes anheladas y
temidas, de esa capacidad que tienen, como todo lo efímero, de
maravillarnos y perderse, de darnos a la tarea de recordar o
inventar, de interpretar, de desconfiar siempre del recuerdo.
Seguramente esa toma de conciencia llegó en el momento en que empezó
a surgir en mí la necesidad de hablar de esas imágenes importadas
desde esas horas de la inconsciencia, de abrir los ojos y buscar al
primer desprevenido que pudiera escuchar esos que muchas veces eran
fragmentos sin principio ni fin, imágenes más cercanas al disparate
que a la igualmente disparatada realidad.
Hay
una extraña tradición de soñantes en mi familia. Mi abuela materna
tenía, al parecer, un libro destartalado con el que intentaba
interpretar esas imágenes desconexas. Soñar con perros es la
presencia de amigos no sinceros, recordaba mi madre cuando más
de alguno aparecía en mi relato matutino, soñar con agua lodosa
significa que vienen problemas. Ella misma, mi madre, y mi
hermana son un tipo de soñantes intermitentes que saben que cuando
los sueños aparecen deben ponerles atención. De un tío que pasaba
sus fragmentados descansos en una hamaca tendida a medio pasillo, y
de mi bisabuela paterna, me llegó la tradición de los malos sueños,
no es bueno dormir boca arriba, no es bueno comer mucha grasa
antes de dormir, no es bueno colocarse las manos sobre el pecho…
como sea, para mí, que desde temprano asumí el oficio de andar por
los días a la caza de algo qué contar, los sueños se convirtieron
primariamente en esa fuente de asombro más allá de las horas
hábiles, y fue así como un día nació el propósito de recordarlos
o imaginarlos, de armarlos y extenderlos, literaturizarlos, a lo
largo de cuarenta noches multiplicadas, de los cuarenta y más días
que bíblicamente se puede vagar por condena o por búsqueda de
redención en el desierto de la vigilia. Así es como surge este
libro, cuarenta relatos que intentan ser fieles a la naturaleza de lo
efímero, de la brevedad de su recuerdo, de ese intento primigenio de
enunciar los significados que reposan en el fondo de las aguas
alteradas donde tiembla la imagen rescatada de los sueños. Cuarenta
noches que van de ida y vuelta entre el sueño y la vigilia, entre la
realidad y la ficción, entre el relato y la prosa poética,
fronteras todas invisibles y de cuyo trayecto surge esta serie de
mini crónicas que quizá no tengan otro propósito más allá de
develar ante el lector la posibilidad de sentir y abrir los ojos y la
percepción, de transitar con atención por dimensiones que se creían
dormidas, cerradas a quienes van por el camino sin ver alrededor.
Hay mucho de la vida en
los sueños, hay mucho de desdoblamiento en esa realidad donde nos
encontramos a nosotros mismos en nuestra propia imagen deformada, en
los símbolos, en los otros. Hay mucho de sobrevivencia en despertar.
Algo me dice que el día
de nuestra muerte despertaremos y le narraremos a quien nos quiera
escuchar un relato lleno de fragmentos maravillosos del tiempo
transcurrido aquí. Tras esos momentos dispersos y lo suficientemente
potentes para permanecer otro poco más, voy todos los días con los
ojos abiertos. Este libro quizá sea, entonces, parte de ese credo,
el de hacer que el camino valga la pena yendo tras de todo lo que
parezca sueño y al final de cuentas valga la vida contar.
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