lunes, 25 de agosto de 2008

Otros descensos


El bus siempre se arrastra más lento cuando enfila por la avenida. De nada sirve la ventanilla abierta. A la derecha, el sobaco mojado del vecino sobre el hombro. A la izquierda, el espacio visual reducido a media diapositiva sucia, una barra de metal a la altura de los ojos y, más arriba, los edificios firmes, bajo el sol, con sus ventanas cerradas a un cielo sin nubes, surcado por zopilotes.
Intenta acomodarse. Luego de cuarenta y cinco minutos de ruta se despega con dificultad del respaldo de cuerina. La espalda empapada. El pantalón pegado. Novena calle. Desciende, respira profundo. Ni caliente ni frío, piensa. El infierno es húmedo.
La gente camina lento, se amontona en la sombra. Ella rebasa, empuja, intenta alcanzar la esquina antes del verde. Resopla.
Como si hubiera sentido su presencia una voz que viene de atrás le anuncia que este puede ser su día. Voltea y encuentra a la mujer sentada con los ojos cerrados, el movimiento lento de los dedos que intentan sintonizar un radio receptor bajo el que detiene varias series de números de lotería.
Recuerda a Tiresias, a Lodz, un vidente ciego más contemporáneo. Vacila un momento, y cede ante las posibilidades que le propone la ficción. Se acerca. Que se la va a jugar, dice. Que no escogerá ningún número, que lo escoja ella, por favor. La invidente sonríe. Desliza su mano encima de los billetes y señala con la uña larga un número que ella se encarga de cortar. Paga. Agradece. Y examina los cinco dígitos mientras se encamina hacia la Plaza Central: banderas rojas, buses extraurbanos, pancartas, altavoz y los guaraguaos, mientras los aludidos se escurren, ilesos, por las puertas de atrás.
Cinco dígitos. Turistas, colegiales, oficinistas. Cinco dígitos… una fecha… hoy.
Un sonido seco la paraliza. Las palomas vuelan asustadas. Un grupo de estudiantes grita y se dispersa frente a ella. Recuerda que ese puede ser su día. La sonrisa de la ciega, su mano descifrándole la suerte sobre los billetes de lotería… otro ruido seco, un nuevo sobresalto. El corazón golpea fuerte. Y ella, inmóvil, espera recibir, de frente, la bala perdida, el último rostro. Ni uno ni otro. Son seis. Media docena de cabras que irrumpen dando brincos, sin obedecer los latigazos sobre el asfalto que lanza su pastor. Se sonroja, sonríe. En este infierno la suerte está echada, a menos que diga lo contrario el azar.

3 comentarios:

Petoulqui dijo...

Estimada Vania:

Y pensar que yo escribí también sobre esto pero pasó (¿cómo es que dice Lusifergua que debe ser... inadvertido... desapercibido?) inadvertido (o sea no advertido, no hay que tomárselo en la acepción: "dicho de una persona: que no advierte o repara en lo que debiera").

Bueno, en todo caso le dejo el link:

http://lasaventurasdepetoulqui.blogspot.com/2008/08/cuento-original-el-trueno.html

Ah, toda una serie griega, que no fue advertida por el montón de desapercibidos. Qué falta de previsión (ahora preguntémonos, "la mía o la de los demás").

Saludos,

Peto

Oswaldo J. Hernández dijo...

Por qué, en verdad, tu literatura urbana es tan contundente. Los olores, las calles, el autobús: los fenómenos encerrados en esa tu metáfora gris. Descediendo...
Sinceros saludos.

lusifergua dijo...

No cabe duda que el azar nos dejó tirados en este infierno... Aunque no podemos dejar de aceptar que nos gusta un poco;)