El ser humano
comparte ciclos con todo lo vivo. Y, sin embargo, pareciera estar conformado
por una maquinaria precisa, como de relojería, llena de engranajes metafísicos
que se mueven sobre sí mismos, que contienen a otros engranajes y los hacen
moverse al mismo tiempo. El primero de ellos es la síntesis que vagamente lo
explica, y enfáticamente lo condena: nacer, crecer, reproducirse y morir. Y de
él se desprenden los que van del amanecer al ocaso, el de los días exactos,
iguales, como los meses y los años. Su tic tac es diástole y sístole.
Movimientos continuos del minutero interno, de la máquina que es y contra la
que se revela. Entonces nace, crece y se cuestiona, ve pasar los meses y los
días y se cuestiona la reproducción y el sentido de tanta exactitud, de la
repetición, del por qué no detenerse ahora, si es el resultado que
inevitablemente espera. Pero su humanidad lo salva y se mimetiza junto a los
otros seres vivos y evade, olvida para seguir funcionando, para que los ciclos
se muevan sin dificultad. Esquiva su condición de condenado, de enfermo
terminal, se induce el olvido y trata de hacerlo lo suficientemente sólido para
que no se diluya, para que no deje al descubierto el final en medio todo lo que
hace, para esperar sin angustia. Entonces crea cadenas, nuevos engranajes más
pequeños, casi artesanales, para no paralizarse, para reducir la ansiedad y el
sufrimiento, para no perderse antes de tiempo: placebos: pretextos para seguir
con vida, invenciones del sentido que podrían llegar a ser tan peligrosos y
dolorosos como la muerte misma.
De algunos de
ellos habla Lorena Flores Moscoso en los
relatos que conforman Eva y el tiempo,
narraciones sobre los enfrentamientos del ser humano con la muerte y el dolor,
y sus maneras de soportarlos.
Primera pastilla
de azúcar, el amor: que distrae al dolor y ahuyenta a la muerte, pero al mismo
tiempo los invoca, como en “Agustín”, la tormentosa historia del compositor y
su María Bonita.
Segunda: la
compañía: a la que habrá de llegarse a través de una serie de desencuentros, de
largas esperas, porque más fuerte que ella misma y que el amor es la soledad, y
eso es algo que conocen bien las protagonistas de “Autorretrato de chica sola
en café”, “Eva” y “Cinderella”.
El apego a objetos
y personas, como amuletos para exorcizar el miedo a la nada, aparatos de
ultrasonido desconectados que dicen que lo que se siente aún está allí, como en
el cuento que se titula “Vamos a ver a mi hermanito”.
O la muerte
misma que, sin simulación alguna, se convierte en el veneno que neutraliza
todos los venenos, la causa del dolor y el antídoto contra él, que buscan y
encuentran sin atajos o con muy pocos, los personajes de “Fran Hoffman, se te
extraña”, “Ágata”, “El ciego” o “Eva”.
Y entre estos
placebos, algunos otros, extraños, pero eficaces: las palabras, que son grito,
canto, liberación, testimonio. Palabras que conjuran mágicamente a la vida, que
ahuyentan al silencio tan parecido a la muerte. De las que se valen los
personajes de “Ágata” y “Agustín”. Las que espera “Beatriz: en algún círculo
del infierno”, las que no salen y atormentan a la mujer de “Canción de cuna”.
Y por último,
la distancia: entre el personaje y el objeto de su dolor, como en el cuento “Piedad”;
la misma que permite la apreciación del propio reflejo, su comprensión y su
aniquilamiento, como en “Inmortales flores amarillas”, pero que también es un
arma que duplica su filo, porque si de algo no hay escapatoria es del
enfrentamiento con uno mismo, y de eso nos hablan los Mercredí, y también
Lorena Flores Moscoso, quien al narrar evidencia que conoce esa otra evasión,
ese otro distanciamiento, esa metaposición y creación de reflejos que es parte
del oficio del artista. Porque acaso el arte sea el producto de su puño contra
el espejo, la deformación de su propio reflejo, o bien su multiplicación
esparcida por el suelo para sentirse menos solo.
Eva
y el tiempo es una muestra de desborde de
sensibilidad, y de control de la técnica de contar historias: una dualidad que
hará que varios de sus relatos se queden rondando en la mente del lector con
quien Lorena Flores hoy comparte su espejo. Quizá el rostro que encuentre en él
sea el propio, quizá este también sea su mal.
Diseño de portada: Alvaro Sánchez
Diseño de portada: Alvaro Sánchez
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