En una región en donde la única manera de sobrevivir parece ser marcharse, yo reconozco que la mía ha sido una errancia privilegiada. Soy de los que decidieron irse de su ciudad natal, porque sentían que estaban destinados a hacerlo, sentían que estaban obligados a hacerlo o querían hacerlo profundamente, por la curiosidad innata de averiguar si la vida que imaginaban estaba detrás de las montañas que abrazan al pueblo, esas, tan verdes, que inevitablemente se transforman en la distancia, y dejan de ser verdes, para convertirse en el azul de todo lo que fluye, aunque no se muevan. Yo también quería ser parte de ese milagro.
Entonces, el “allá” que imaginábamos, de este lado, se convirtió, del otro lado, en un nuevo punto de partida que ve de vuelta hacia otro “allá” que ciertos días añoramos. “Allá”: cuatro letras, un palíndromo imperfecto que en su camino de vuelta nos dejará con la sensación de una significativa ausencia.
Ir y venir se convirtió en el péndulo de nuestro tiempo, en el movimiento que le bombea sangre a la vida. Una especie de parpadeo entre dos realidades que nos conforman y nos transforman, nos marcan y nos desdibujan. Somos de aquí, pero no pertenecemos. No somos de allá, nos define el camino, el tránsito, el recorrido, el siempre volver sobre los lugares abandonados.
Así, entre el llamado, la necesidad y la vocación de marcharse se van acumulando los años. Uno se va, pero nunca se va del todo. Uno vuelve, pero nunca vuelve del todo.
Yo me fui hace como 20 años, peleando un poco con todo y con todos. Me fui buscando la vida que aquí parecía que había empezado y perdido demasiado pronto. Me costó encontrarla, decirle vida, llamarla finalmente por su nombre. Darme cuenta de que no se parecía mucho a lo que imaginaba. Reconocerla sucia e imperfecta. Experimentar y atestiguar su rudeza. Batallar contra ella, cuerpo a cuerpo, como Jacob con el ángel, hasta que me bendijera.
Y me bendijo, sí. Y a pesar de los destrozos que dejó mi victoria, arrepentirme sería traicionarme. Y desde entonces solo me resta cargar el agradecimiento entre el bolsillo, listo para entregarlo todas las veces que sea necesario.
Manuel Rodas, Fabricio Amézquita, Heidy Cabrera y Edgar García, son solamente algunos de los coyotes de esta loma conocida que decidieron quedarse acá. Pelear acá. Plantar sus semillas en su tierra. Florecer acá y lo han logrado. No solo llevando a buen puerto, y contra todas las tormentas, una feria internacional del libro en Quetzaltenango durante cinco años consecutivos, sino al frente de sus propios sueños: la gestión cultural, el trabajo editorial, el arte en general.
La Feria Internacional del Libro de Quetzaltenango se me hace una enorme hoguera que hoy vuelve a convocarnos alrededor de su fuego, alimentado por el tránsito de los libros y el intercambio del pensamiento alrededor de su paso. Una hoguera que nos permite reencontrarnos, reconocernos como parte de una comunidad dentro de la comunidad. Como un expendio de semillas que tarde o temprano lograrán germinar y quizá sirvan de sustento para los días que pasan.
Poder ser parte de este esfuerzo
y de su fuego, de su enorme gesto de resistencia cultural, me toca profundamente
y me emociona. Que esta fe que hasta hoy les sigue movimiento nunca deje de
brillar.