domingo, 3 de noviembre de 2019

Las cuarenta noches de cuarenta días duros





Los sueños son extensiones naturales de la vida Una doble jornada vital asumida, no solicitada. La vida siguiendo su curso en horas extra. Descubrí mi constante relación con los sueños hace tanto tiempo que me es imposible precisar en qué momento empecé a tomar conciencia de ellos, de sus historias a medias, de sus imágenes anheladas y temidas, de esa capacidad que tienen, como todo lo efímero, de maravillarnos y perderse, de darnos a la tarea de recordar o inventar, de interpretar, de desconfiar siempre del recuerdo. Seguramente esa toma de conciencia llegó en el momento en que empezó a surgir en mí la necesidad de hablar de esas imágenes importadas desde esas horas de la inconsciencia, de abrir los ojos y buscar al primer desprevenido que pudiera escuchar esos que muchas veces eran fragmentos sin principio ni fin, imágenes más cercanas al disparate que a la igualmente disparatada realidad.
Hay una extraña tradición de soñantes en mi familia. Mi abuela materna tenía, al parecer, un libro destartalado con el que intentaba interpretar esas imágenes desconexas. Soñar con perros es la presencia de amigos no sinceros, recordaba mi madre cuando más de alguno aparecía en mi relato matutino, soñar con agua lodosa significa que vienen problemas. Ella misma, mi madre, y mi hermana son un tipo de soñantes intermitentes que saben que cuando los sueños aparecen deben ponerles atención. De un tío que pasaba sus fragmentados descansos en una hamaca tendida a medio pasillo, y de mi bisabuela paterna, me llegó la tradición de los malos sueños, no es bueno dormir boca arriba, no es bueno comer mucha grasa antes de dormir, no es bueno colocarse las manos sobre el pecho… como sea, para mí, que desde temprano asumí el oficio de andar por los días a la caza de algo qué contar, los sueños se convirtieron primariamente en esa fuente de asombro más allá de las horas hábiles, y fue así como un día nació el propósito de recordarlos o imaginarlos, de armarlos y extenderlos, literaturizarlos, a lo largo de cuarenta noches multiplicadas, de los cuarenta y más días que bíblicamente se puede vagar por condena o por búsqueda de redención en el desierto de la vigilia. Así es como surge este libro, cuarenta relatos que intentan ser fieles a la naturaleza de lo efímero, de la brevedad de su recuerdo, de ese intento primigenio de enunciar los significados que reposan en el fondo de las aguas alteradas donde tiembla la imagen rescatada de los sueños. Cuarenta noches que van de ida y vuelta entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la ficción, entre el relato y la prosa poética, fronteras todas invisibles y de cuyo trayecto surge esta serie de mini crónicas que quizá no tengan otro propósito más allá de develar ante el lector la posibilidad de sentir y abrir los ojos y la percepción, de transitar con atención por dimensiones que se creían dormidas, cerradas a quienes van por el camino sin ver alrededor.
Hay mucho de la vida en los sueños, hay mucho de desdoblamiento en esa realidad donde nos encontramos a nosotros mismos en nuestra propia imagen deformada, en los símbolos, en los otros. Hay mucho de sobrevivencia en despertar.
Algo me dice que el día de nuestra muerte despertaremos y le narraremos a quien nos quiera escuchar un relato lleno de fragmentos maravillosos del tiempo transcurrido aquí. Tras esos momentos dispersos y lo suficientemente potentes para permanecer otro poco más, voy todos los días con los ojos abiertos. Este libro quizá sea, entonces, parte de ese credo, el de hacer que el camino valga la pena yendo tras de todo lo que parezca sueño y al final de cuentas valga la vida contar.



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